Mi fascinación por los tendederos ya venía de mucho antes de la irrupción del coronavirus en nuestras vidas. Pero ahora, con el encierro, se ha convertido en obsesión. Cada mañana cuando me levanto, esperando que la pesadilla se haya esfumado, levanto la persiana y busco tendederos en el patio interior del edificio donde vivo. Me anima saber que comparto esta perturbación anímica con mi amigo Jesús, quien, en el diario de confinamiento que nos pidieron hacer en una clase, describió en detalle todas las prendas colgadas en el tendedero de sus vecinos en su propio patio interior. En su caso, las prendas no cambian, sino que permanecen colgadas, al aire, al sol, a la lluvia y a la nieve, porque los vecinos no están. Cuando vuelvan, las encontrarán limpisímas o evaporadas por completo.
Para mí, en cambio, el paisaje de las coladas sí va cambiando. Aquí a la izquierda, la primera de abril. De esos lazos suelen pender muchas toallas y sábanas. De pronto algo de ropa también (como unas batas que quedan como trapecios al sol cuando las cuelgan para que se sequen, como estas a la derecha).
Mi favorita de ese rincón del patio es esta toalla con olor a mar que adornó el patio hace unos días:
Pero
justo enfrente de mi ventana, está el tendedero más divertido. Porque tiene más
variedad de ropa. Porque se ve que vive más gente. Y gente que se cambia más de
atuendos. Niños o adolescentes. Hombres. Mujeres. Aquí un par de muestras. (Yo me robaría la
camiseta blanca con alas, pero no alcanzo a estirar tanto la mano.)
Ahí es donde, de vez en cuando se asoman también los superhéroes reconvertidos en toallas.
¿Qué haríamos mi camarita rosa y yo si el patio interior del edificio del piso donde vivo (por no decir donde estoy encerrada) no nos ofreciera la oportunidad de seguir ejerciendo cada mañana?
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