El otoño empieza con la Feria de Tlaltenango, por lo menos en Cuernavaca.
Esto ha sido así desde hace poco más de 300 años, con ausencia pandémica en 2020 y 2021 y con bastante polémica ante su regreso este 2022.
Al final, el pasado 1o de septiembre, mi barrio y yo despertamos con los pitidos de los agentes de tránsito, inconfundible marca sonora de la feria. Y ayer, Santiago y yo, nos lanzamos al tradicional paseo ferial, como lo hacemos cada año desde hace más de 20. Él había hecho un reconocimiento previo del terreno, así que me guio adonde sabía que disfrutaría.
La feria tiene muchas magias, a pesar de la mucha gente, de la lluvia y las persistentes coronapreocupaciones. Entre ellas, a mí me encanta encontrarme a viejos conocidos, como la familia de Guatemala, afincada hace años en Cuernavaca, y sus creaciones espectaculares (de telar y bordadas). Ayer les compré un huipil de fondo negro, iluminado con un arcoíris de colores. Y platicar. Saber que la señora del puesto, mamá y ahora abuela, había dejado momentáneamente el lugar para entretener al nieto de dos años que ya estaba harto de la venta. O planear una próxima visita al taller de la familia para encargar unos pantalones.
Otra magia es hacer nuevos conocidos, como la señora de Cuetzalan, con un abanico de cosas en su puesto, desde fruteros colgátiles o servilleteros tejidos, aretes y llaveros, hasta las piezas de ropa tradicional de su pueblo. Y platicar. Saber que ahora son sus hijas las que hacen los diseños con hilos de un solo color o con chaquiras para las blusas más elaboradas (ahorraremos para el próximo año), o con figuras más sencillas para los huipiles. Ella ya no ve bien para hacerlo, pero enseñó a su descendencia. Y sonreír. Qué dulce sonrisa la de la señora de Cuetzalan, con su blusa blanca bordada en naranja brillante.
O acompañar al hijo a hacer sus propias compras. Ver cosas sin necesidad de adquirirlas. Volver al primer puesto a por la prenda por la cual no nos decidimos al iniciar el camino. O comprar duraznos de Zacatecas y las típicas ciruelas morelenses (de hueso grande, poca pulpa y un sabor indescriptible, a infancia y a miel suave). Pasar por el puesto de Olinalá con sus cajas, cofres, baúles y platos laqueados y respirar el olor penetrante y dulcísimo de la madera del árbol de lináloe.
Así la feria de este año, con sabor a recuperación, a historia,
a nuestra vida en Cuernavaca.
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