Si no despierto, será porque no sonó mi despertador o porque morí mientras dormía. Me acuerdo de mi abuelo Román, el papá de mi papá, que ya de muy mayor —murió, calculo, bastante pasados los 80— tenía mucho miedo de morirse mientras dormía y, entonces, se pasaba las noches en vela para que no lo sorprendiera la muerte. Y durante el día se quedaba dormido en cualquier lugar donde se sentaba, pues siempre tenía sueño. Mi abuelo Román era un hombre alto —o, quizá, así lo veía yo de niña— y adusto, serio, silencioso. Tenía el pelo gris y tenía mucho, a diferencia de su único hijo, que se quedó calvo muy joven. Cuando yo era niña, lo veía todos los martes cuando íbamos a su casa a comer, pero no recuerdo haber hablado con él nunca; de hecho, no lo recuerdo hablando. Después de la comida, durante la cual se sentaba en la cabecera de la mesa, como un director de orquesta mudo, se levantaba y se iba al café, a jugar dominó con sus amigos, también refugiados de la guerra civil española. Lo recuerdo siempre vestido con un traje gris y de corbata. Hay un poema de Machado, creo, que habla de un olmo herido, partido a la mitad por un rayo. Serrat le puso música y cuando lo escucho —antes con frecuencia; ahora, menos— siempre me trae a la mente a mi abuelo Román. Tampoco recuerdo haberlo visto sonreír jamás. Perder la guerra, perder su casa, su pueblo, sus dos pequeños barcos pesqueros —María Luisa y Fernando— y su país lo hirió irremediablemente. Sus ojos eran tristes y su boca, amarga. No se llevaba bien con mi papá, su hijo menor después de tres hijas mujeres, la segunda de las cuales, mi tía Maricarmen, murió joven, después de dar a luz a su tercer hijo. No sé con quién se llevaba bien mi abuelo Román. Estuvo al lado de mi abuela María Luisa siempre, aún cuando la guerra los separó, y murió en su cama, tomada de la mano de ella, en su departamento de la calle de Uxmal, en la Narvarte, un tiempo antes del terremoto del 85 (no sé exactamente cuánto). Había vuelto a a España unos años antes, una sola vez después de la muerte de Franco, a despedirse de su tierra. Lo acompañaron mi abuela y mi papá, quien temía que su padre se desmoronara con la visita.
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