Entre los regalos que dimos en aquellas celebraciones, recuerdo las palomitas silbato de barro, pintadas de blanco y rosa, elaboradas por doña Felipa, una artesana de Tlayacapan a quien fuimos a buscar después de conocer su obra en una exposición en Cuernavaca. (Es probable que ya haya muerto. Ojalá haya podido transmitir su don para hacer las piezas.) En otra ocasión, trajimos caracolitos de un viaje a Acapulco, los cuales envolví en papel de china. Creo que en algún cajón todavía queda alguno agazapado. Y en la primera fiesta que me organicé yo sola, para mis 45, me parece haber regalado unas tortuguitas pintadas, de esas que mueven la cabeza, artesanía originaria de Guerrero.
Este año, le pedí a mi hijo y a unas amigas que, como regalo para mis 60, me organizaran una fiesta. (Hacía 15 años que no celebraba así.) Y me puse a pensar en qué les podía regalar a los invitados (eso me tocaba a mí, claro). Primero consideré comprar las casitas de madera típicas de Tepoztlan, talladas en las espinas del árbol de pochote, pero después se me ocurrió que yo misma podía hacer las piezas en mi clase de cerámica. Y así empezó una aventura, mucho más larga y desafiante de lo que imaginé, pero súper disfrutable.
Conejitos de barro, pensé: es el año del conejo femenino de agua y, además, yo soy coneja, y estoy iniciando un nuevo ciclo de 12 años. Cuando se lo propuse a Pilar, mi maestra, me sugirió que hiciera una placa de barro donde dibujaría los conejitos con un modelo de papel inspirado en el dibujo de unos calcetines que me había regalado Yare.
Y así, llegaron al mundo 36 conejtos que parecían galletas. Había que dejar espacio suficiente entre uno y otro, para luego poder sacarlos individualmente, recortando el barro con un cuchillo. Después había que cortar el barro sobrante para dejar solamente el conejo
y después terminar cada uno a mano, alisando los bordes, moldeando las orejas, las patas y la cola, pegando algún miembro si se llegaba a romper y alisando también el haz y el envés. No tenía idea de las horas que tal labor me llevaría, tanto así que me traje varios a mi casa para que estuvieran a tiempo.
Cuando estaban casi secos, firmé cada uno (con una A en forma de estrella) y dibujé a su lado un "60" para recordar la ocasión. Después de eso, había que lijar cada una de las piezas para dejarlas listas para pasar a pintarlas. Cada vez que pensaba que estaba llegando al final del proceso, se pasaban las horas y las horas y los conejitos aún no quedaban. Solo quedaba practicar la paciencia y hacer aspiraciones.
Y, por fin, llegué a la etapa de la pintada. Cuando uno pinta barro no sabe exactamente cómo quedará el color una vez que se quemen las obras, así que había un elemento de sorpresa. Y necesidad de más paciencia: preparar los colores, dar dos capas a cada parte y decidir las combinaciones: las orejas y las colas irían de un color y el cuerpo y las patas de otro. Blanco. Rosa. Chocolate. Turquesa. Amarillo. Rojo.
Y quedaron... divinos, aunque igual está mal (dicen) que yo lo diga. Además, al tocarse hacían música, aunque ya separados no lo puedan hacer. y dejo aquí, para cerrar este recuento, acercamientos de 2 de ellos:
Uno que está aún por entregarse:
y otro, que llegó agrietado y al cual, finalmente, el corazón le explotó. Mi sobrine Mariona lo restauró impecablemente y le dejó un nuevo corazón por fuera. Este ahora vive en mi altar, con agradecimiento y con la aspiración de que todos los seres con quienes estoy conectada encuentran el camino hacia la felicidad verdadera y trasciendan el sufrimiento.
Y Pilar comentó en FB: "Me gustó mucho tu creatividad, tan significativo todo tu trabajo, lo seguí de principio a fin. Desde la decisión, el camino recorrido y el gran amor de color que pusiste a cada uno de ellos. Muchas felicidades!" Y yo le agradecí 💌
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