Toda valentía es una forma de constancia. Es
siempre a sí mismo a quien un cobarde abandona primero.
Después de esto, vienen
todas las demás traiciones.
Cormac
McCarthy
“Si me llego a caer
por la borda de la panga, me ahogo seguro”, piensa Fernando al darse cuenta que
la embarcación sobre la que se montó con dificultad no lleva chalecos
salvavidas. Se le acelera el pulso y le sudan las manos: una mezcla de miedo y
de sorpresa ante su propia osadía. Es la
primera vez en su vida que se aventura más allá de tierra firme, sin
contar los viajes en las golondrinas del
puerto de Barcelona. No sabe nadar. Puede flotar haciendo el muertito, pero
no mucho más. Y le teme al mar, a pesar de haber nacido en el Cantábrico y haberse
criado junto al Mediterráneo. Los más de cien kilos que la vida le ha ido
depositando encima a lo largo de seis décadas le impiden moverse con facilidad.
Además, tiene la rodilla izquierda maltrecha. Hace más de diez años se rodó por
las escaleras en el edificio donde vive y decidió no seguir la rehabilitación. Aunque
en el agua sus movimientos serían más gráciles, ha ido perdiendo el control
sobre su propio cuerpo. Adrián, el lanchero, y su hermano casi tuvieron que
cargarlo para ayudarlo a embarcar.
Sin embargo, Fernando se siente libre.
Todas sus ataduras quedaron del otro lado del Atlántico. Ha vivido siempre
debajo del agua, aguantando la respiración y hoy, por vez primera, sale a tomar
una bocanada de aire fresco. En la Baja California. Nunca se imaginó que
emprendería un viaje que lo llevara hasta el norte de México. Nunca imaginó ver
delfines saltando junto a él, casi al
alcance de su mano, ni lobos marinos echados al sol a escasos metros del lente
de su cámara. Nunca imaginó que treinta años después volvería a encontrarse con
Andrea, su primer amor, su único amor, la prima mexicana que visitó Barcelona a
sus diecisiete años, repitió a sus veinte y hoy, por fin, corresponde a los
sentimientos que la aguardaron agazapados al fondo de una caja de madera en
forma de cartas de papel y tinta guardadas en sobres aéreos.
Andrea va sentada del otro lado de la
lancha, viendo en dirección contraria a Fernando. También se percató de la
ausencia de salvavidas. Tampoco es una gran nadadora. Mejor no pensar. Cada
tanto estira su mano para alcanzar la de él. A veces lo logra. Otras solo
alcanza a sonreírle. Cuando aparecen los delfines y empiezan a jugar cerca de
la barca, ella se instala en la proa, sentada sobre sus piernas cruzadas y
asoma de tanto en tanto la cabeza. Fernando le hace varios retratos. Le encanta
el contraste entre su bañador rosa y la blusa roja, medio transparente y con
visos plateados, que se puso encima. “¡Qué guapa estás!”, piensa, pero no se lo
dice. La presencia de Adrián lo intimida un poco. Los repetidos disparos de la
cámara de su amante le hacen saber a Andrea que está guapa. “Te amo”, se dicen
uno y otra sin emitir sonido, moviendo solo los labios.
Al cabo de unos cuarenta minutos llegan a la
Isla Coronado, en medio del Mar de Cortés, entre la península y el resto del
país. Es una isla desierta, custodiada por una tropa de pelícanos que aguardan,
formados en la orilla, la llegada de las lanchas y las sobras de pescado. No es
temporada alta. Hace un calor infernal, más de 40 grados, y hay pocos
visitantes. A Fernando le gustaría quedarse unas horas solo con Andrea. Nunca
imaginó que pisaría el paraíso de esa mano anhelada durante tres décadas.
—¿Nos bañamos? —lo
invita Andrea.
Él le toma la mano
sin decir nada. Juntos caminan por la arena blanquísima hacia el agua turquesa
que les permite andar un buen trecho sin cubrirlos.
—¿Sabes?
—Dime.
—Es la primera vez
que soy feliz en una playa —confiesa Fernando.
De vuelta en el hotel
Fernando y Andrea se meten a la piscina (“alberca” la llama ella) y se
acarician bajo el agua. Faltan pocos días para que él emprenda el regreso.
Mejor no pensar. Un colibrí se acerca buscando el néctar de las flores que
cuelgan de la barda. Fernando lo mira embelesado. Es la primera vez que ve uno.
Andrea no se lo puede creer. (No sabe aún que es un ave americana, inexistente
en Europa.)
—¿Sabes? —pregunta
ella ahora.
—Dime —dice él.
—Se cuenta que los
colibrís son los guerreros muertos en batalla que regresan a alimentarse de las
flores.
Una semana después,
Fernando está de vuelta en su edificio del ensanche barcelonés. México, Andrea
y los colibrís no son ahora más que un sueño del que despertó para volver a
sumergirse en la cotidianeidad anaeróbica del sobreático primero. Sin hablar,
accedió a la propuesta de Ramona, la mujer que ve por él de este lado del
Atlántico, de hacer borrón y cuenta nueva. En la tele repiten un
documental sobre belugas.
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