martes, 9 de diciembre de 2014

Mar de Cortés


Toda valentía es una forma de constancia. Es siempre a sí mismo a quien un cobarde abandona primero.
Después de esto, vienen todas las demás traiciones.
Cormac McCarthy

“Si me llego a caer por la borda de la panga, me ahogo seguro”, piensa Fernando al darse cuenta que la embarcación sobre la que se montó con dificultad no lleva chalecos salvavidas. Se le acelera el pulso y le sudan las manos: una mezcla de miedo y de sorpresa ante su propia osadía.  Es la primera vez en su vida que se aventura más allá de tierra firme, sin contar los viajes en las golondrinas del puerto de Barcelona. No sabe nadar. Puede flotar haciendo el muertito, pero no mucho más. Y le teme al mar, a pesar de haber nacido en el Cantábrico y haberse criado junto al Mediterráneo. Los más de cien kilos que la vida le ha ido depositando encima a lo largo de seis décadas le impiden moverse con facilidad. Además, tiene la rodilla izquierda maltrecha. Hace más de diez años se rodó por las escaleras en el edificio donde vive y decidió no seguir la rehabilitación. Aunque en el agua sus movimientos serían más gráciles, ha ido perdiendo el control sobre su propio cuerpo. Adrián, el lanchero, y su hermano casi tuvieron que cargarlo para ayudarlo a embarcar.
          Sin embargo, Fernando se siente libre. Todas sus ataduras quedaron del otro lado del Atlántico. Ha vivido siempre debajo del agua, aguantando la respiración y hoy, por vez primera, sale a tomar una bocanada de aire fresco. En la Baja California. Nunca se imaginó que emprendería un viaje que lo llevara hasta el norte de México. Nunca imaginó ver delfines  saltando junto a él, casi al alcance de su mano, ni lobos marinos echados al sol a escasos metros del lente de su cámara. Nunca imaginó que treinta años después volvería a encontrarse con Andrea, su primer amor, su único amor, la prima mexicana que visitó Barcelona a sus diecisiete años, repitió a sus veinte y hoy, por fin, corresponde a los sentimientos que la aguardaron agazapados al fondo de una caja de madera en forma de cartas de papel y tinta guardadas en sobres aéreos.
          Andrea va sentada del otro lado de la lancha, viendo en dirección contraria a Fernando. También se percató de la ausencia de salvavidas. Tampoco es una gran nadadora. Mejor no pensar. Cada tanto estira su mano para alcanzar la de él. A veces lo logra. Otras solo alcanza a sonreírle. Cuando aparecen los delfines y empiezan a jugar cerca de la barca, ella se instala en la proa, sentada sobre sus piernas cruzadas y asoma de tanto en tanto la cabeza. Fernando le hace varios retratos. Le encanta el contraste entre su bañador rosa y la blusa roja, medio transparente y con visos plateados, que se puso encima. “¡Qué guapa estás!”, piensa, pero no se lo dice. La presencia de Adrián lo intimida un poco. Los repetidos disparos de la cámara de su amante le hacen saber a Andrea que está guapa. “Te amo”, se dicen uno y otra sin emitir sonido, moviendo solo los labios.
          Al cabo de unos cuarenta minutos llegan a la Isla Coronado, en medio del Mar de Cortés, entre la península y el resto del país. Es una isla desierta, custodiada por una tropa de pelícanos que aguardan, formados en la orilla, la llegada de las lanchas y las sobras de pescado. No es temporada alta. Hace un calor infernal, más de 40 grados, y hay pocos visitantes. A Fernando le gustaría quedarse unas horas solo con Andrea. Nunca imaginó que pisaría el paraíso de esa mano anhelada durante tres décadas.
—¿Nos bañamos? —lo invita Andrea.
Él le toma la mano sin decir nada. Juntos caminan por la arena blanquísima hacia el agua turquesa que les permite andar un buen trecho sin cubrirlos.
—¿Sabes?
—Dime.
—Es la primera vez que soy feliz en una playa —confiesa Fernando.
De vuelta en el hotel Fernando y Andrea se meten a la piscina (“alberca” la llama ella) y se acarician bajo el agua. Faltan pocos días para que él emprenda el regreso. Mejor no pensar. Un colibrí se acerca buscando el néctar de las flores que cuelgan de la barda. Fernando lo mira embelesado. Es la primera vez que ve uno. Andrea no se lo puede creer. (No sabe aún que es un ave americana, inexistente en Europa.)
—¿Sabes? —pregunta ella ahora.
—Dime —dice él.
—Se cuenta que los colibrís son los guerreros muertos en batalla que regresan a alimentarse de las flores.
Una semana después, Fernando está de vuelta en su edificio del ensanche barcelonés. México, Andrea y los colibrís no son ahora más que un sueño del que despertó para volver a sumergirse en la cotidianeidad anaeróbica del sobreático primero. Sin hablar, accedió a la propuesta de Ramona, la mujer que ve por él de este lado del Atlántico, de hacer borrón y cuenta nueva. En la tele repiten un documental sobre belugas.

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