Hace un año, era la vida; hoy es literatura. ¿Dónde está esa línea sutil que distingue una de otra, si es que la hay? Me pregunto.
Hace un año, navegaba en el Mar de Cortés. Hoy celebro la publicación de mi "Mar de Cortés", en una antología editada en Madrid el pasado junio.
Ajuste de cuentas. Exorcismo. La vida misma desde otra perspectiva. Necesidad urgente. Todo eso y mucho más (y quizá mucho menos) es la literatura. Puede serlo.
Aquí en el blog, fueron apareciendo las versiones sucesivas del relato. Descubrí el placer de la reescritura, de la creación continuada como continuado es el viaje de la vida misma. Como las estelas en el mar.
Hoy, pues, esa versión final de "Mar de Cortés", como quedó publicada, cerrando de alguna manera un capítulo de la vida real, dando paso a que se abran otros nuevos:
Mar de Cortés
Toda valentía es una forma de constancia. Es siempre a sí mismo a
quien un cobarde abandona primero. Después de esto, vienen todas las demás
traiciones.
Cormac
McCarthy
Fernando
nunca se imaginó que haría un viaje más, esta vez hasta el norte de México.
Menos aún que se atrevería a dejar sus ataduras al otro extremo del Atlántico.
Tomó el avión el día del primer aniversario luctuoso de su madre. Su hermana
Helena insistió en acompañarlo al aeropuerto. Él se negó; temía que la
presencia de ella lo hiciera flaquear. Hoy está en la Baja California. Tras una
existencia aguantando la respiración y con la cabeza sumergida, se arriesga a
tomar una bocanada de aire fresco —él que ni en sus fantasías más extravagantes
lograba alejarse del piso de sus padres, donde ha vegetado perpetuamente—.
Llegó a soñar con Valladolid media docena de veces y con Lanzarote cuando se
puso más intrépido. Ahora va navegando por el Mar de Cortés mientras los
delfines saltan junto a él, casi al alcance de su mano, y los lobos marinos
duermen echados al sol a escasos metros del lente de su cámara. Y Andrea, su
primer amor, su único amor, va a su lado en la lancha, más de treinta años
después de su último encuentro.
Andrea
es hija de Rodrigo, el primo hermano de su madre refugiado en México al término
de la Guerra Civil. Sí, es su prima segunda. Tiene nueve años menos que él y
comparten un apellido. Dos viajes de ella a España —a sus diecisiete y luego a
sus veinte años—, seis meses de cartas que cruzaron el Atlántico cada quince
días, un viaje de Fernando a México animado por esa correspondencia, una
desconexión casi total durante tres décadas y un encuentro cibernético hace
unos meses fueron suficientes para que Fernando le confesara que seguía
enamorado de ella. A sus cincuenta años y pico, esa constancia resucitó en
Andrea la ilusión. Los impedimentos se sienten más sorteables que ayer. Ella ha
dado rienda suelta a los sentimientos que él guardó junto a sus cartas en una
caja de madera. Hoy ambos parecen haber hecho la misma apuesta.
“Si
me llego a caer por la borda de la panga, me ahogo seguro”, piensa Fernando al
darse cuenta de que la embarcación sobre la que se montó con dificultad no
lleva flotadores. Se le acelera el pulso y le sudan las manos. Jamás se había
aventurado más allá de tierra firme. Los viajes en golondrina en el puerto de
Barcelona, donde ha vivido desde que era un crío, no cuentan. Hoy Fernando se
siente libre. Andrea lo toma entero, con todo y los cien kilos que ha ido
acumulando a lo largo de sus sesenta años de vida. El lanchero casi tuvo que
cargarlo para ayudarle a embarcar. Ella no se apartó ni un instante de su lado.
Durante
el recorrido en la lancha, van mirando en la misma dirección. Ella también se
percató de la ausencia de salvavidas. Ni uno ni otra son grandes nadadores.
Ella tomó clases de niña y se defiende. Él no aprendió. Puede flotar haciendo
el muertito, no mucho más. Mejor no pensar, ni en eso ni en el inminente
retorno de Fernando a Barcelona. En este momento están juntos. Andrea estira su
mano para rozar la de él. A veces lo logra. Otras, solo alcanza a sonreírle.
Cuando aparecen los delfines y empiezan a jugar cerca de la barca, ella se
instala en la proa, sentada sobre sus piernas cruzadas, y asoma de tanto en
tanto la cabeza. Fernando le hace varios retratos. Le encanta el contraste
entre su bañador rosa y la blusa roja, medio transparente y con visos
plateados, que se puso encima. “¡Qué guapa estás!”, piensa pero no se lo dice.
La presencia del lanchero lo intimida un poco. Los repetidos disparos de la
cámara de su amante le hacen saber a Andrea que está guapa. “Te amo”, le dice
él sin emitir sonido, moviendo solo los labios. “No te vayas”, contesta ella de
igual modo mientras respira profundo para detener la tristeza que amenaza con
nublarle los ojos. Él sigue fotografiando animales exóticos.
Al
cabo de unos cuarenta minutos llegan a la Isla Coronado, excursión turística
obligada para quienes visitan la zona. Desembarcan en una ribera desierta,
custodiada por una tropa de pelícanos que aguardan, formados en la orilla, la
llegada de las lanchas y las sobras de pescado. No es temporada alta. Hace un
calor infernal, más de cuarenta grados, y hay pocos visitantes. A Fernando le
gustaría quedarse unas horas a solas con Andrea. Poseerla, como anoche y
antenoche, pero sin freno. Nunca imaginó que pisaría el paraíso de esa mano
anhelada durante tres décadas. Quisiera prolongar la dicha, más ahora, a unos
cuantos días de su vuelta a casa.
—¿Nos
bañamos? —lo invita Andrea —Aquí no está hondo.
Él le
toma la mano sin decir nada. Juntos caminan por la arena blanquísima hacia el
agua turquesa que les permite andar un buen trecho sin cubrirlos.
—¿Sabes?
—Dime.
—Es
la primera vez que soy feliz en el mar —declara Fernando.
—Me
alegro —le dice ella, mientras le acaricia la barba.
De
pronto, se sumerge para sorprenderlo. Él la busca un poco desconcertado. A ver
qué se le ocurre. Parece una chiquilla. Ella vuelve a la superficie y en el
camino le roza el sexo con su cuerpo. A él se le corta el aliento, mas le sigue
la corriente. “Debo de estar enloqueciendo”, piensa al tiempo que atrae a esa
mujer que ya considera suya hacia él. La abraza por detrás y con las manos
busca sus pezones. Se los aprieta. Ella se escabulle de nuevo. Él quiere ir
tras ella. No se atreve. Podría perder el piso y ahogarse. Y Helena le pidió
que se cuidara.
—¿Ya
no juegas? —le pregunta Andrea traviesa.
—Ya
es hora de volver —contesta él encaminándose hacia la orilla.
Se
muere de ganas de penetrarla ahí mismo, pero recuerda que no hay salvavidas.
Helena se horrorizaría si pudiera verlo.
—¿Nos
vamos? —dice Fernando.
Ella
le responde salpicándole la cara.
El
camino a Loreto, el pueblo donde se hospedan, lo hacen de espaldas el uno al
otro. Fernando va en la proa, anticipando su destino. Andrea se pierde en la
estela que la lancha va dejando tras de sí. Ojalá no desapareciera tan rápido.
Él se distrae haciendo más fotos. Ella esconde la zozobra bajo el sombrero que
la guarda del sol. Sus manos no se tocan. Llegando al hotel, se meten a la
piscina (“alberca” la llama ella) y se acarician bajo el agua nuevamente. Un
colibrí se acerca buscando el néctar de las flores que cuelgan de la barda.
Fernando lo mira embelesado. Es la primera vez que ve uno. Andrea no se lo
puede creer. No sabe que es un ave americana, inexistente en Europa.
—¿Sabes?
—pregunta ella.
—Dime
—dice él.
—Según
los antiguos aztecas, los colibrís son los guerreros muertos en combate que
regresan a alimentarse de las flores, en espera de la siguiente batalla.
Él la
mira. Ella le sostiene la mirada, mientras se impulsa hacia arriba, golpeando
con los pies el fondo de la piscina para agarrarse de sus hombros y abrazarle
el torso con las piernas. Alcanza su boca y abre la suya, ofreciéndose como él siempre
soñó que lo haría. Él trastabilla un instante y ella lo sostiene. Él la recibe
toda y entrelaza su lengua con la de ella.
—Quédate
—le pide Andrea, dejando su aliento mezclado con la saliva de él.
Fernando
clava sus ojos en los de ella. Si tan solo pudiera vivir en esa mirada. Se
queda de piedra. Cómo decirle que Helena lo está esperando y que no puede
dejarla sola. Andrea intenta urdir algún argumento convincente, pero solo
acierta a hacerle una caricia suave, la última, en la barba. Él no se la
devuelve. Un
suspiro, largo y entrecortado, se le escapa a ella de entre los labios, al
tiempo que se desprende del cuerpo de ese hombre que llegó a considerar suyo.
Unos
días más tarde, Fernando está entrando de vuelta a su apartamento en el
ensanche barcelonés.
—¡Bienvenido
a casa! —exclama Helena mientras lo conduce a la mesa donde ha dispuesto un
pequeño banquete para recibirlo.
Fernando
mira a su hermana. No atina ni a agradecerle el gesto. Ella se apresura a
encender el televisor.
—Siéntate
que abro una botella de cava para que brindemos. ¿Te apetece?
Con
su silencio, él accede a la celebración. En la tele repiten un documental sobre
buzos y belugas. Sentado en el comedor de casa, a Fernando no le inquieta la
falta de flotadores.