Yo a Ana la conocí hace alrededor de cuarenta años, más de 35 seguro porque para cuando visité Madrid la primera vez, a mis 17, ya habíamos convivido en México. Por cuestiones de trabajo, que la vinculaban a mis padres, ella pasó varias temporadas acá y se integró con mucha naturalidad a nuestro núcleo familiar. Venía con nosotros los fines de semana a la casa de mi abuela Rosa en Cuernavaca, por ejemplo, y unas vacaciones, ella y yo nos fuimos de paseo a Cozumel (aún conservo un caracol que recogí en la playa entonces y el recuerdo nítido de una de tantas pláticas que tuvimos cuando me dijo que uno de los momentos más íntimos con otra persona era compartir la desnudez - yo, por supuesto, no lo había experimentado aún, pero sí que lo comprobé algunos años después).
Aquí la fotografíe de espaldas mientras recorríamos las calles de Madrid, con una luz espectacular, hace apenas una semana:
Y aquí de frente, en el Palacio Longoria:
Supongo que en algún lugar de casa de mis padres quedó alguna evidencia de nuestras interacciones tempranas. A mí ya no me llegó, pero comprobé cómo el cariño y la conexión trascienden los límites de la materia. Y mi amistad con Ana, que sí que es mucho más que "una amiga de mis padres", ha trascendido en el tiempo. Después de perdernos la pista, cuando nos la perdimos mis papás y yo, ella me buscó y me encontró en línea a raíz de la muerte de mi madre. Desde entonces nos hemos visto cada vez que yo he cruzado el charco.
En 2005, cuando, vía Madrid y Barcelona, me fui al Pirineo aragonés tras un amor, me encontró en Barajas cuando ya venía yo de vuelta. En 2014, comimos juntas en Madrid en un restaurante indio adonde nos invitó mi pretexto de entonces para atravesar el Atlántico y luego caminamos un rato y acabamos tomándonos una horchata en la Castellana (creo que, además, yo derramé sobre ella una vaso con agua mineral). Cuando este año la invité a la presentación de Incómodos, la antología de relatos que recoge uno mío (con contrato de escritora y toda la cosa), en Madrid, no dudó en ofrecerme su casa (y yo no dudé en aceptar la propuesta).
Fue genial volver al piso, situado a unos pasos de la Castellana, después de tanto tiempo. Ahí pasé dos temporadas de muy joven. Conocí a doña Amalia, la madre de Ana, y disfruté de su compañía y de su paella. Ahora la recordé con mucho cariño.
Ana sigue siendo una anfitriona maravillosa y los cuatro días en su casa me supieron a muchos más. Pasamos horas platicando (desde siempre se nos ha dado bien). Me preparó croquetas y rodajas de morcilla empanizada.
Bebimos vino. Fuimos al teatro y al cine y a ver una exposición bellísima sobre los fauvistas. Paseamos por El Retiro, el Paseo del Prado, el barrio de Chueca. Pasamos frente a la Real Academia Española y comimos pulpo a la gallega y callos con garbanzos en un bar en la calle Menorca. Y yo me reconecté con el gozo y la libertad de los 17 y de los 20 años y me enamoré de Madrid (cuando siempre había privilegiado a Barcelona sobre la capital española).
Aquí un retrato otoñal de las dos antes de cruzar la Castellana:
Doy gracias a la vida por este viaje, por el reencuentro, por la amistad continuada de una generación a otra y por las posibilidades que se abren cuando yo me abro a ellas.
Me da mucho gusto que hayas sumado piezas importantes de tu rompecabezas. Tqm
ResponderBorrarY yo a ti. Gracias por tu compañía constante y amorosa.
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