o crónica de la segunda función de Los Cuánticos
Los niños pidieron que les contáramos historias de terror, —así nos presentamos— y luego ellos nos empezaron a contar las suyas. Adrián. Emiliana. Jazmín. Edwin. Elena. Y todos sus amigos y compañeros alzaban la mano para compartir algo de su vida. Para decirnos cómo se habían sentido.
Felices. Asustados. Enojados. Aliviados. Alegres. Eh.
Y se reían. Y se movían. Y se concentraban. Y de pronto se distraían y hablaban con el de al lado. Y volvían. Y se les ocurrían unos títulos geniales para sus relatos. "Amistad infinita". "Solo un gato". "Historia de un diente caído".
Y sí, además, de la oscuridad y el susto, hubo también una historia de amigas que se peleaban y se reconciliaban y se peleaban y se reconciliaban y, así, profundizaban en su amistad. Una amistad que duraría hasta el infinito (y más allá...).
O la historia de la solidaridad de los amigos: Cómo, cuando en un recreo el protagonista chocó contra otro niño, su diente salió volando. Cómo sus cuates lo ayudaron a levantarse, a levantar el diente, y a lavarlo. Cómo su mamá lo llevó al dentista para verificar que no hubiera más daño. Y cómo, al final, guardó el diente en una caja.
Yo tuve el privilegio de ser el diente. Pocas cosas tan divertidas he podido ser en mi vida. Un diente que baila y vuela y cae patas arribas. Un diente al que recogen y bañan. Y un diente muy querido que se queda a dormir en un lugar especial.
Así es el teatro de participación. Un regalo. Para el público (eso esperamos). Y un regalo para nosotros. La posibilidad de contactar con las emociones de los otros, mostrárselas y, en el camino, contactar con las propias e irlas sanando también.
Los Cuánticos (casi todos) y su público (y supongo que la foto la tomó una amiga, Cuántica también) |
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