Salgo rumbo al consultorio. Sí, solo a mí se me ocurre citar a una paciente en Viernes Santo (así, con mayúsculas, no sé bien por qué...). Me voy caminando y la calle tiene un aire sepulcral. Todo está cerrado, casi no hay coches ni gente. Solo pájaros, muchos pájaros diferentes. Que cantan, gorjean, trinan y, de pronto, se dejan ver entre las ramas de un árbol o en el cielo entre un árbol y otro. También están los que planean más alto, zopilotes supongo, con el azul nublado de fondo.
A más de medio camino, empiezo a ver decoraciones blancas y moradas sobre algunas casas. Y altares. Con velas, flores y el Cristo. Y la gente se va juntando. Van en procesión, con micrófono y toda la cosa y se paran en cada altar. Estaciones les llaman. No alcanzo a saber cuántas son. Sí que en alguna la Verónica le ofrece un paño y en otra él consuela a las mujeres que lloran.
Yo me cuelo entre los devotos y destaco porque voy más rápido y no tengo cara devota ni me paro a rezar. Me preocupa que me tapen la entrada al consultorio. Me adelanto y alcanzo a tomar algunas fotos. Es una fe que no comparto, pero que es parte de mi entorno. Es mía también en una medida extraña y mínima.
Al final entro al consultorio y me asomo por la ventana, cuidando de que no me descubran. No quiero ser irrespetuosa, pero la curiosidad me gana. Oigo hablar de cómo nos estamos volviendo paganos. Yo ya lo soy y no me preocupa.
Y así sigo esperando a mi paciente, que al final no llega. Entonces me salgo al jardín, mientras sigo oyendo el final de la procesión y haciendo fotos experimento. De mí. De flores. Hasta que decido volver a casa.
En el camino de vuelta, el aire sepulcral se ha levantado. Hay más coches. Más ruido. Más pájaros. Una corona de espinas. Y tapetes de flores de tabachín.
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