Hace más de cinco años me compré unos zapatos rojos. Más específicamente unos Birkenstock (siempre había querido unos). En aquel entonces me preparaba para un viaje y para un cambio de vida. El viaje lo hice. Y los zapatos rojos me acompañaron. Juntos caminamos por Madrid y por Barcelona y, sobre todo, recorrimos (y amamos) toda Lisboa.
El viaje terminó y los zapatos volvieron conmigo. El cambio de vida no se dio y los zapatos se quedaron conmigo.
Y entonces me acompañaron en mi vida cotidiana en Cuernavaca, en primavera y en otoño. Menos en verano, porque llueve. Pero también.
El año pasado me compré otros Birkenstock, en rebaja por supuesto, para sustituir a los rojos que ya se veían bastante dados al tren. Los nuevos son rosas. No los usé mucho, como esperando algo.
Ahora estoy a punto de iniciar otro viaje (y cambio de vida). Entonces, volví a los Birkenstock rojos para que se acabaran de una vez y dejar los rosas, más nuevos, para su chamba del otro lado del mar.
Y, ayer, de regreso caminando del consultorio, empecé a notar que algo se me clavaba en la planta del pie. Finalmente se había acabado por romper el zapato rojo izquierdo. Además, se le levantó la piel y eso me lastimaba al caminar. Lo revisé para confirmar que ya no había nada que hacer, más que agradecerles y soltarlos. (Y llevarme a sus hermanos rosas para la siguiente aventura.)
Adiós, zapatos rojos.
Gracias por la compañía y la solidaridad y la lealtad.
Adiós.
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