Ahora en Madrid, no tengo muchas opciones, salvo el patio interior del edificio donde vivo, adonde da la ventana de mi cuarto. (Acá la ropa no se cuelga afuera.) Por fortuna, Ana no ha llegado a comprar el papel adhesivo translúcido con el que protegió su propia ventana de las vistas del patio. Cuando me dijo que iba a buscarlo, le pedí que no lo hiciera, por lo menos mientras yo estuviera aquí. Y es que cada mañana, cuando levanto la persiana, lo primero que hago es ver quién ha tendido ropa y saco fotos, muchas fotos.
Incluso las he puesto de foto de portada en el feisbuc, para gusto de algunos amigos y disgusto de Ana que ha declarado que ver la ropa colgada en el patio no es solo cutre, sino poligonero, o sea, de mal gusto, de poca educación, de pobres, vamos. Y a mí me sorprende mucho, porque para mí, como platicaba con mi amiga Livia, la ropa lavada (la colada que le dicen acá) es la vida misma. Por los colores. Por las formas. Por los pliegues. Porque huele a limpio, aunque no alcancemos a olerla. Porque cuenta historias de la gente que la usa. Porque nos permite acceder a universos ajenos, a otra intimidad, desde fuera.
Supongo que por eso hay quien se defiende de ello, como quien se defiende de la vida y de la muerte, del gozo y del dolor, de las alegrías y las tristezas. Porque, en última instancia, cuál es la diferencia entre una colada al sol en el campo, como en un dibujo de Goya, y la de un patio interior urbano. La calidad de vida, quizás, pero, pese a todo, lo cotidiano, lo que huele y hace ruido, lo que se mueve al son del viento es la vida misma. Y defenderse de ella es como morirse en vida. Y eso es triste.
No me vas a convencer, me advertía mi anfitriona cuando yo le decía que a alguna gente le gustaban mis imágenes de tendederos. Si no pretendo convencerte, le contesté, aunque creo que ya no me escuchó. Yo me sigo levantando con la ilusión de ver si ya volvieron a salir los superhéroes en la ventana frente a la mía.
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