domingo, 10 de mayo de 2020

Autorretrato en palabras (3)


Entre Almodóvar y don Pelayo




Odio las películas dobladas tanto como amo el cine. Mi cinta favorita, sin lugar a dudas, es Todo sobre mi madre de Almodóvar porque me encontré con versiones impecables tanto de mi madre (tan fría como la madre de la hermana Rosa) como de mi padre (tan ambiguo como Lola, el padre de los dos Estebanes). Pareciera que el cineasta los hubiera conocido. Y porque me encontré conmigo misma y con la posibilidad de dejar el pasado atrás yendo a por él. Una, dos, tres, quince veces. Porque me reencontré con Barcelona tomada de la voz de Ismaël Lo. No entiendo cuando alguien dice que Almodóvar es un producto español para extranjeros.
         Tampoco llegué a saber si a mi padre le gustaba Almodóvar. Sospecho que no. Le habría resultado muy confrontante. Yo fui al cine sola a ver Átame cuando todavía vivía en el piso familiar. Creo que fue mi segunda peli sola. La primera fue, seguro, Una giornata particolare. Y sé también, sin lugar a dudas, que la afición por el cine me viene por vía paterna. Recuerdo cuando mi papá me llevó (nos llevó: probablemente a mi hermano y a mi mamá, también) a ver Jesus Christ Superstar. Yo tendría nueve o diez años, tal vez doce o trece, y estaba muy avergonzada porque él me había dado la misión de sacudir su colección de perros de porcelana que vivían dentro de una vitrina y yo, sin querer, por descuido o por torpeza o porque la vida es así, rompí un bóxer, que se quedó cojo y yo, sin aliento. Pero no me castigaron. No esa vez. Y lo agradecí. Quizás tendría que haber agradecido menos.
         Hoy voy al cine cuando menos una vez a la semana. A veces dos. A veces sola; otras, acompañada. Incluso llego a hacer una función doble. Extraño ir con mi hijo. Veo de todo, desde la última de Star Wars hasta Mujercitas o Sobre lo infinito. Lloro bastante y me acuerdo de mi padre a quien le habrían gustado Mientras dure la guerra o La trinchera infinita. Dolor y gloria seguro no. Demasiado fuera del clóset (o del armario, como dirían acá). Su vida, nuestra vida, fue de secretos y mentiras. Y de abuso. De mí.  De mi hermano. Él mismo debió de haber sido víctima, en su momento, y así hacia atrás, quizás hasta el mismísimo don Pelayo. Yo lo supe cuando di a luz, pero lo volvía a guardar, bajo siete mil llaves. Pero salió, por suerte, por goteo, como el suero de un enfermo. En varias terapias. Y por goteo se ha ido curando también. Lo más doloroso y confuso era la mezcla con el cariño. El único claro en mi infancia, en mi casa, y resultó ser turbio. Fue mi tía Olga quien me salvó la cordura, hasta donde pudo, con su presencia constante, aunque no pudiera dejar de ser un poco cómplice por el enorme miedo a un nuevo rechazo.
         Qué escena cuando Manuela se encuentra a Lola en el funeral de Rosa y le dice que tuvo un hijo, que ese hijo ha muerto y a Lola se le escurren los mocos y le pide perdón. Ojalá mi padre me hubiera pedido perdón.

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