Me entero por google (y su doodle) que hoy empieza el verano. (Yo pensaba que siempre era el 22 de junio, pero se ve que no). Acá, hace tres años, me sorprendía lo que esta estación significa de este lado del mar. Ahora la volveré a vivir, después de 37 años de mi última visita en estas fechas. Claro que este verano del 2020 tampoco es un verano cualquiera: viene precedido por el confinamiento y trae consigo el final del estado de alarma. Y también trae miedo y esperanza y riesgo y alivio y más incertidumbre, de esa que siempre está pero que el coronavirus nos ha intentado mostrar que no puede ignorarse. Que incluso puede hacernos vivir la vida de manera más plena.
Para mí trae también un sabor agridulce, pues marca mi despedida de Madrid. Y las despedidas siempre tienen lo suyo. (Y a mí me da por llorar.)
Me despediré de mis compañeras de máster el día que les entreguen sus diplomas. A algunas quizá las vuelva a ver. A la mayoría, probablemente no. Me despediré del piso cerca del Bernabéu, adonde probablemente no regrese nunca. Me despediré de la Torre Picasso, de algún otro amigo que la vida me regaló acá, de las urracas que cruzan la ventana, que dejará de ser «mi» ventana. A Madrid volveré, por lo menos para volar a México, pero mi estancia aquí —vivirla y caminarla y verla desde el autobús e imaginarla desde sus entrañas— se cierra este verano. (Y a mí me da por llorar.)
Y lo más dulce de este verano que empieza son las cerezas, que me como a raudales desde hace algunas semanas. (En mi tierra no hay y me fascinan.) Pero ningunas como las de una frutería que encontramos en la calle de San Germán, casi llegando a Bravo Murillo. ¡Espectaculares! Además del dulzor y el tamaño, son corazones con rabo. (Y a mí me da por llorar.)
Cerezas y mi abuela van de la mano, a las dos las amo!! Disfruta este tiempo, te abrazo.
ResponderBorrarMe tendrás que contar la historia, amiga... Te abrazo de vuelta.
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