Woody Allen está entre mis directores favoritos, abajito de Almodóvar. Y sí, estoy predispuesta cuando veo una peli suya: me suelen gustar. Me perdí la época de sus primera comedias, por edad, y creo que me enganché con Interiores, del 1978 (año en que yo cumplí 15, época en la que aún iba al cine con mis padres). Con ese film, el director neoyorquino dio su primer giro hacia el drama a la Ingmar Bergman.
Después se fue haciendo cada vez más él, más director de cine de autor, más a la europea. Ahí están Hannah y sus hermanas o Crimes and Misdemeanors (en Hispanoamérica, Crímenes y pecados; en España, Delitos y faltas) o Sombras y nieblas. Pero cuando emprendí, hace unas cuantas semanas en pleno confinamiento, el reto de las 10 películas favoritas, la que me vino a la mente fue Match Point, cuyo título se tradujo, con enorme imprecisión, como La provocación en Perú, Venezuela y México. Peor que la falta de precisión, es el sesgo (machista, claro) y la pérdida de todo el sentido vital que propone el director.
Porque si algo me fascina de Match Point es el nivel de tragedia griega que consigue Woody Allen: Un protagonista a quien el destino (o la suerte) —representado por ese match point (ese tanto donde se decide quién gana o quién pierde el partido, es decir, donde se decide la vida misma)— libera socialmente, pero dejándolo preso, íntimamente, con la conciencia de su propia culpa. Genialidad total.
Quince años han pasado ya desde que esta cinta se estrenó (en el 2005 en Cannes). Después de verla en el cine, compré el cd, que está hoy en mi casa en Cuernavaca, tan lejos, como una parte de mí, de mi vida, de mi biografía.
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