(verano, o casi, del 2020)
La España de mi mente, de mis anhelos, la de mi padre, tiene poco, o nada, que ver con esta España en que he vivido siete meses ya.
En aquella no hay mirlos ni vencejos. En esta no hay León Felipe (o muy poco).
No es sorprendente. Y, sin embargo, recién me doy cuenta. (El encierro puede haber ayudado.)
La España de mi padre tampoco era de él, que era mexicano. Era la de mi abuelo. Que fue republicano. Y se exiló en México, pasando antes por Francia y por Cuba.
En esta España, los jazmines toman las calles. A finales de mayo. Y no sé si podré conocer las lilas.
En esta España hay vestigios franquistas que son, por desgracia, mucho más que vestigios. Como si el dictador no se hubiera ido nunca. Lo más triste: una sociedad dividida, llena de odio, de resentimiento, de oportunismo.
En mi España, vinculada también a mis visitas de muy joven, antes del euro, había menos primer mundo. Menos vocación europea y más calidez. Y quizá me quedé con una visión idealizada.
Ya desde una visita relámpago por ahí del 2005, noté algo que me descolocó. Pero venía enamorada y no me pesó demasiado.
Esta vez, en cambio, la cotidianeidad ha sido más... no sé en realidad cómo decirlo. Quizá me he sentido mucho menos en casa, mucho más extranjera de lo que pensé.
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