lunes, 16 de noviembre de 2020

sueño 22.


Mi primer sueño de este lado del mundo (¿mi lado?). Y sucedía en Madrid. Y había un escritor, que daba un taller o algo así. Y había un cielo azul. Muy azul. También una escritora que no tomaba el taller, pero estaba vinculada de algún modo. También había canicas. Muchísimas canicas de vidrio transparente, creo.

En un momento dado, después de una decepción o un enojo o una incomodidad, yo entraba en el cuarto de la escritora, a pesar de las advertencias de alguien (mi hijo, mi conciencia, qué sé yo), que me acompañaba y me aconsejaba que no lo hiciera. Yo no hacía caso y, una vez en el espacio ajeno,  aventaba las canicas por los aires y luego las veía rodar por todos lados, con la conciencia de que mi actuación no pasaría desapercibida, de que tendría que esconderme o afrontar las consecuencias. Me preguntaba si sería capaz de responder.

Al final huía y me escondía junto a unos niños que nadaban en el mar. (Ya no era Madrid o a Madrid le había nacido un mar. Quizá para rescatar a la sirena varada.)

Desperté triste. Sacada de onda. Sin saber muy bien dónde estoy o dónde quiero estar. Con mucha luz y una temperatura que del otro lado del mar sería inconcebible en esta época, más ahora que:  «Contigo se fue el veranillo de San Martín», como me escribió Ana.

Y quién sabe que, como dice Sabina, siempre hay un sueño que despierta en Madrid.

A seguir procesando la vida, pues.





Y de pilón, una canción de Cri-Cri, que acabo de conocer gracias a mi amiga Evelyn, sobre canicas, claro: 



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