miércoles, 24 de febrero de 2021

Paseo cuernavacense

O caminata por mi condominio, o sea, por las zonas comunes entre los edificios donde se encuentra el departamento que habito. En una unidad habitacional (9 edificios con 8 depas cada uno), pomposamente llamada La Arboleda, en una suerte de homenaje irónico a los árboles que mataron para poder construir y a los 4 o 5 que quedaron en pie de milagro.

Salí temprano, antes de las 9, no bien me había terminado mi toronja de cada mañana. La intención, a más de tres meses ya de haber vuelto de España, es incluir una rutina de ejercicio que me ayude con las cuestiones de salud que se abrieron con la fractura y cirugía de nariz, en particular, una subida de la presión sanguínea que está por definirse (o no) como un cuadro de hipertensión. (Qué desafío este de asumir la edad y el proceso de envejecimiento.)

Así que emprendí camino, enfundada en un par de zapatos cómodos, con camarita rosa en una bolsa del pantalón y reloj en la otra. Y empecé a inventarme un circuito, tratando de aprovechar la sombra y la ausencia de personas. Y empecé, claro, a sacar algunas fotos (pocas para no interrumpir mi ritmo, me decía una especie de Pepe Grillo interno) y a reconocer mi entorno.





Como estas flores y vainas en un árbol frente al edificio donde vivía una amiga muy querida que dejó de serlo, porque desbloquearme del feisbuc no es lo mismo, creo yo, que retomar una amistad. 





O como esta viejísima jacaranda reflejada en la alberca del fondo. Prácticamente sin flores, como les ha pasado a las jacarandas este año: la mayoría siguen pelonas, con semillas de la temporada pasada y apenas alguna tímida florecilla.. Como si supieran de pandemias y encierros y mascarillas.



Y mientras caminaba recordaba paseos del año pasado. Las caminatas de media hora en el piso de Ana en Madrid, en un circuito mínimo, y con los crujidos de la duela de fondo, en la época del confinamiento, cuyo inicio está casi a un año de distancia ya. A veces ponía música y terminaba bailando para hacer más llevadera la reclusión. Y luego vino Barcelona, aún con pandemia, pero con posibilidad de salir, guiada en paseos más o menos largos (incluso los cortos) por mi amiga Joana. Acá no hay ni Parque de la Guineueta ni Parque Central de Nou Barris, pero siempre hay alguna planta que fotografiar. Y me imagino a Joana adelantándome en el paseo y luego deteniéndose para esperarme. A Ana le pasaba lo mismo cuando ya pudimos salir de casa y nos íbamos al Viso o hacia Plaza Castilla.


Y en este prolongadísimo proceso de aterrizaje (quizá vivir no sea más que despegar y aterrizar todo el tiempo, pero no siempre nos damos cuenta por estar en pos de la certidumbre tan elusiva) me vuelvo a encontrar a mí, cambiante, diferente, otra. Como aquí, tomada de un barandal, junto a la vieja jacaranda, en el fondo de la alberca, que las piscinas quedaron del otro lado del mundo:


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