1) (frío)
Recuerdo los brazos de mi mamá. Me tomaba en ellos y yo podía sentir cuán incómoda se sentía. Cómo quería que se acabara el juego de la golondrinita. Cómo no podía soportar la cercanía, la intimidad, el amor. Cómo estaba tan ausente de su vida como su propia madre, que murió cuando ella tenía 7 años. Sus brazos se sentían guangos. Sin vida. Con miedo. Abrazarme era peligroso. Podría empezar a derretirse y entonces, desaparecer del todo. Su corazón apenas latía. Lo justo para mantenerla con vida. Su respiración era superficial.
2) (labios)
Recuerdo que cuando intentamos besarnos, supe que él no tenía experiencia. (Yo tampoco.) Temblaba. Su cuerpo temblaba todo y empujaba demasiado fuerte con la lengua, con demasiadas ganas. Con miedo al rechazo. Con miedo al abandono. Entonces yo cerré la boca. A cal y canto. Como un país cierra las fronteras. Tuve ganas de golpear, de patear, de escupir. Y, sin embargo, anhelaba, ansiaba la danza tierna de nuestras lenguas, la confusión de nuestra saliva. Impensable. El miedo fue más fuerte que el amor. El miedo fue más fuerte que el deseo. El miedo fue más fuerte que el miedo. Nuestros labios se cerraron. Helados.
3) (olor)
Recuerdo cuando mi hijo era bebé y no lo habíamos bañado porque estaba enfermo o nosotros, demasiado cansados. Entonces se impregnaba de un perfume dulce. Solo suyo: su manera de proyectarse en el mundo. Era un mezcla de rancio y joven, de sudor recién nacido, de vulnerabilidad y risa. Todo combinado en un aroma que muchas veces deseé poder guardar en una botella para poder revivirlo cuando él ya no fuera un bebé. En una ocasión, le ofrecí a una amiga su piyamita usada para que pudiera deleitarse. Casi vomita. NO era su bebé. Eso lo entendí después.
4) (comer)
Recuerdo cuando volví a a casa después de que me operaran la nariz a los 17. Me la había roto corriendo en la escuela y hubo que reducir la fisura, bajo anestesia general. Cuando regresé a mi casa al día siguiente, me esperaba mi sopa favorita, la de fideos, al estilo de mi abuela María Luisa. Consuelo a tope. Pero cuando la probé, no sabía a anda. Cero sabor. Nada. Mi nariz estaba taponada por completo y sin el olfato, era imposible disfrutar la comida. Solo había texturas totalmente insípidas. Frustración total. Mi expectativa se transformó en enojo, en irritación, en lágrimas. Quería arrancarme los tapones de la nariz. Y, además, me dolía una nalga porque me habían puesto mal una inyección.
5) (rojo)
Recuerdo las cerezas enormes que me comí el año pasado en Madrid. Tenían un color tan intenso: casi morado, casi negro. La intensidad del color era la intensidad de su dulzura. Eran imposiblemente dulces y jugosas. Y la amiga con la que vivía no se acercaba siquiera a ellas. Podía comprármelas. Podía asombrarse de mi regocijo al comerlas o ayudarme a arreglarlas en un cuenco azul y sostenerlas en el balcón para que yo les hiciera fotos, pero no las probaba. El color de las cerezas en las fotos era precioso y brillante, pero no transmitía ni su dulzura, ni su frescura, ni la libertad y el verano que contenían.
6) (sonido)
Recuerdo cuando mi hijo era bebé, mucho antes de que hablara, antes de que fuera humano, hacía ruiditos con la boca. Y con la garganta. Y con la cara. Cuando estaba contento. Y sonreía. Gu, pero no exactamente gu. Más consonantes que vocales. Cuando había quedado satisfecho después de comer. Cuando sus ojos se encontraban con los míos, mientras lo tenía en brazos. Entonces me derretía por completo en las no palabras que me lanzaba, que le lanzaba al mundo. Se comunicaba con la garganta, con la lengua, con los labios, con las manitas. Ojalá hubiera grabado esos atisbos de lenguaje que ahora se han perdido en la inmensidad de la nada, dejando apenas un eco en las paredes de la memoria. Yo soy la única guardiana. Su padre murió.
Me encant leerte, te siento aunque no te vea. Abrazos
ResponderBorrarMe encanta que me leas y que me sientas, pero veámonos, porfis porfis porfis...
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