Una golondrina y su sombra parecen dos
golondrinas: una surca el espacio; la otra, una pared. Escucho gorjeos,
rechinidos, trinos, conversaciones, graznidos. Sonidos que no sé nombrar. No
hace falta. Todos los pájaros del mundo saludan el nuevo día. Discuten. Hablan
entre ellos. Se hacen notar. El vecino ciego sale también, como todos los días.
Poco después de mí. Hoy solo lleva un palo con que se va guiando y que luego
usa para ejercitarse. Hoy dejó en casa el bastón que va anunciando su
presencia. El aire de la mañana está fresco, casi frío, y se siente rico en mi
piel. También se siente rico el suéter ligero y largo que me acompaña cada
mañana. Me encuentro con las dos gatas que alimentamos por las noches. No creo
que sepan que yo soy la señora de las croquetas. He bajado pocas veces a
servírselas. Pero no salen huyendo. Buscan las sombras de los coches para
resguardarse del sol que empieza a calentar. Subo la cuesta que lleva a la
salida del condominio. Una vez. Dos veces. Y ya me falta menos el aliento. Una
vez arriba, saludo con la mano al guardia en la caseta. Me devuelve el saludo.
Vuelvo a bajar y me interno en el jardín que rodea a la primera alberca. Camino
por el pasto y me imagino la sensación de hacerlo descalza. Llego hasta el
borde del terreno, donde el pasto está adornado por un tapete irregular de
flores de jacaranda. La única que ha florecido más o menos en forma. El olor
dulzón de las flores caídas permea sutilmente el aire. Veo caer una. Va
haciendo zig-zag, en una danza suave, mientras recorre el camino que la
deposita sobre el pasto. La sigo con la mirada. Veo dónde aterriza. Me acerco y
la recojo. La pondré entre las hojas de algún libro. Bajo la cuesta de regreso
y me acerco a los ventiladores del supermercado que silencian cualquier otro
sonido que no sea su constante runrún. Intento no pelearme con ellos.
Respiro. Sigo. Llego hasta la alberca del fondo, mi alberca, y la rodeo. Veo el
reflejo de la vieja jacaranda en sus aguas. Sueño con nadar pronto. Y sigo
camino hasta llegar adonde vive el jacalasúchil que plantáramos hace siglos
Santiago y yo en una maceta, a partir de la rama caída del árbol de una amiga.
Luego hubo que pasarlo a la tierra tierra. Está enorme y se está llenando de
botones de flores. Imagino su aroma. Me acuerdo de la casa de Cuernavaca de mi
abuela Rosa. De mi tío Jean que se cayó de uno de estos árboles cuando intentó
colgarse de su rama. De la sangre blanca que mana de su ser si sufre cualquier
herida. Veo una libélula café (marrón dirían allá) sobre la pared del
último edifico. Parce haber perdido un ala. Emprendo ahora el camino por la espalada de los edificios ,
donde nunca hay gente. Es un pasillo estrecho e irregular. Me siento protegida.
Lo recorro de ida y de vuelta varias veces. Me detengo a ver el rosal de rosas
anaranjado oscuro que se va llenando también. Sus hojas tienen manchas de
pintura y pienso en la Reina de Corazones y Alicia. Llego al final del pasillo
y salgo a otro trozo de pasto donde hay otro jacalasúchil. También le dicen flor de mayo. Es hijo del nuestro, como todos
los que viven por aquí. También tiene botones. Me acuerdo de Fernanda, que los
ama. De Fernanda con quien no tengo contacto hace mucho. La flor de plátano de
la esquina ya se esetá transformando en frutos. Quién sabe qué será de ellos.
Me asomo al balcón de doña Pina. Le hago una foto a una de sus flores, el
geranio blanco que tanto me gusta. Sale bien aunque aún no le dé el sol. Y
vuelvo a casa. Antes de subir veo una luna diurna, medio transparente,
equivocada, sobre un cielo muy azul. Cuántas cosas caben en media hora y un pelín.
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