lunes, 8 de marzo de 2021

Manchas


Estoy sentada en la sala de mi casa leyendo y de pronto, así nomás, sin previo aviso, noto las manchas que me han salido en la piel del dorso de mis manos. Son  manchas de la edad, o sea, de esas que regala el tiempo. Recuerdo cómo mi mamá las odiaba. Ella tenía unas manos muy bonitas, y que se le mancharan sin remedio la horrorizaba. Recuerdo también una fotografía suya que colgaba de la pared a alguno de los lados de la escalera del departamento donde vivió casi toda su vida de casada, el mismo donde murió. En esa imagen está vestida, más bien disfrazada, de Julieta, sí la de Romeo, con un atuendo que adaptó tomando como base su traje de novia. Era de seda blanco y tenía adornos en brocado verde y dorado y las típicas mangas abombadas propias de la época de los amantes de Verona. Las manos de mi madre joven, más joven de lo que yo soy ahora, descansan sobre la tela blanca y resaltan. Las uñas van pintadas del mismo color que la seda. Son unas manos hermosas. Puedo entender la pena de mi madre a medida que el tiempo se las manchó, aunque a mí, en realidad, esas manchas no me molestan (demasiado). Hay otros signos de la edad que me cuesta más trabajo aceptar. Y algunos, como las canas, me encantan. Podría tener más. Muchas más.

Manchas se llama también un perro de peluche al que mi hijo Santiago profesó especial cariño durante su niñez. Se lo regalamos su papá y yo después de ir al laboratorio a que le sacaran sangre para algún estudio médico. Hoy vive en el clóset, no en su cama donde pasó muchos años, y está a la espera de una ida a la tintorería para que el fondo blanco de su pelaje vuelva a ser blanco y las manchas cafés resalten otras vez.


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