Anoche soñé que estaba enamorada. Más bien soñé que un hombre estaba enamorado de mí. Era un hombre mayor que yo, más bien feo, que se parecía mucho a un actor español que murió hace poco y que atendía la taberna del barrio de San Genaro en la serie Cuéntame. (Gugleándolo, recuerdo que se llamaba Enrique San Francisco y confirmo que era el hombre de mi sueño.)
En mi sueño, este hombre no solo me decía que me amaba, sino que me hacía sentirlo, a nivel emocional y también a través de una fuerte tensión sexual. En algún momento, casi llorando (o llorando), me decía que si separarse de su hijo era necesario para estar conmigo (o algún sacrificio similar), lo haría: "amor del bueno", pues.
Y en el propio sueño aparecía una tímida vocecilla lúcida, de mi propia mente, que primero se preguntaba por qué había escogido a Enrique San Francisco para ese papel y segundo, reflexionaba cómo si todas las emociones y sensaciones venían de mi propia mente, puesto que estaba soñando y no había nadie afuera, en realidad el enamoramiento y el deseo son productos de mi propia mente. Vaya agudeza de pensamiento...
También es cierto que otra parte de mi mente se resistía a levantarse y despertar, aun sabiendo que un viaje al baño era inminente. Quería prolongar esa sensación de ser amada y deseada, sabiendo que se evaporaría al salir yo (¿quién es ese yo?) de ese estado onírico.
Durante el resto del día (han pasado más de 12 horas desde que irremediablemente desperté), el sueño en efecto se fue disipando, como en la vida se disipan el amor y el deseo por más que queramos aferrarnos a ellos. Al final son tan ilusorios y poco sólidos como los sueños y lo que en ellos sucede (o creemos que sucede).
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