lunes, 15 de marzo de 2021

Paseo en bici 1

Yo nunca aprendí a andar en bicicleta. Yo creo que mis papás tampoco sabían. Mi hermano aprendió de bastante mayor, creo. Él fue el único de la familia con perfil deportivo. Y yo a mi hijo no pude enseñarle, claro. Un amigo de la primaria le dio sus primeras lecciones y no fue sino hasta cuando pasó una temporada en Ámsterdam, donde cumplió 20 años, que dominó el arte de andar en bicicleta,.

Yo, en cambio, domino el arte de la bici fija. Y recorro distancias enormes, no en kilómetros sino en años. Hace un par de días me puse a pedalear y terminé en la Gran Vía de Madrid, a finales de los 90 o principios de los 2000, acompañando a una niña, adolescente más bien, que caminaba vía arriba y vía abajo escuchando a Sabina. En un walkman o quizá un discman. Sus compañeras escuchaban otras cosas, pero ella era precoz y soñaba, a veces, con aceitunas. 

Nuestros caminos se cruzaron años después. Y nos sorprendimos de las coincidencias. Después nos separamos para siempre.

Después de la Gran Vía, llegué a un departamento cercano a la Universidad Nacional en la Ciudad de México hace, qué sé yo, más de 30 años, menos de 40, cuando estudiaba en la facultad de filosofía y daba clases de inglés. Había una fiesta. La anfitriona era una mujer mayor que yo, en una época cuando yo era joven aún y ella también. Compartíamos terapeuta y ella tenía secuelas de poliomielitis. También era amante del marido de una maestra del centro donde yo trabajaba. Bailamos al son de la pobre Cristina, también de Sabina, a todo volumen. Yo esa noche acabé acostándome con un hombre de ascendencia griega. Una sola vez porque solo había un condón. No recuerdo si amanecí ahí o en mi casa. Al tipo no lo volví a ver nunca, pero me queda un recuerdo semidulce del encuentro.

Después de casi media hora de viaje, me bajé de la bici de regreso en mi departamento de Cuernavaca y me puse a bailar lo que quedaba del CD con Mentiras Piadosas.




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