Hace varios días, un par de semanas o quizá un poco más, decidí trasplantar la piedra, esa cactácea que lleva conmigo (toda o casi toda) mi vida adulta en Cuernavaca. Ya le había quedado chica su segunda maceta y tenía yo disponible una más grande. Pensé que sería un buen lugar para que la piedra pudiera estar más a sus anchas, así que procedí al cambio. Con cuidado, pero con decisión. Descubrí que, en efecto, sus raíces ya habían ocupado todo el espacio anterior y casi no había tierra. Fue emocionante tener la piedra entre las manos y sentirla latir. En su nueva maceta, que no era tanto más amplia como parecía, se veía incluso más grande. Me quedé solo un pelín preocupada de que el cambio no le sentara bien (mi miedo que nada tenía que ver con ella, en realidad). Pero pensé que podría soltar todo inquietud cuando floreara de nuevo.
Hoy, un día después de mi cumpleaños, vinieron a desayunar Yare y Santiago. Ella, volteando al balcón, me preguntó cómo iba la piedra. Le dije que aún no echaba nuevas flores, aunque tenía sus pequeñas protuberancias. Cuando ellos ya se habían ido, me asomé al balcón y descubrí, con gran gozo, que la piedra había echado no una, ni dos, ni tres, sino cuatro hermosísimas flores, que juntas parece una sola flor más grande. (A mi amiga Joana seguro le encantaría verla en persona.)
Obsequios, les decía mi abuela Rosa a los regalos, a los presentes. Y la vida te los da cuando menos te los esperas.
Life is beautiful.
Floreciendo como su dueña, cuando menos se lo espera!!
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