lunes, 3 de mayo de 2021

s:i:l:v:e:s:t:r:e:s:

 silvestre

Del lat. silvestris.

1. adj. Dicho de una plantaCriada naturalmente y sin cultivo.

Esta definición abarca, por supuesto, miles, millones de plantas. (Supongo.) Para mí las plantas y, más específicamente, las flores silvestres son las que nacen entre las grietas de las banquetas y los muros abandonados. En las macetas, entre especímenes con nombre y apellido. En un trozo de tierra baldía donde casi no se posan los ojos de nadie. Enredadas a una alambrada. O al fondo de un jardín cuidado y recuidado. 

Chimal








Cuernavaca









Madrid




















Todo esto me recuerda al señor del castillo plano, Rodrigo, el protagonista (¿antagonista?) de mi primera novela, Memorias a dos voces, visto por los ojos de la otra protagonista, su hija Elisa. Transcribo aquí un fragmento a propósito de esas plantas criadas naturalmente y sin cultivo:


Elisa lleva la soledad clavada en el pecho. Su mirada cae sobre el césped amarillento que antes cubría pretencioso la enorme cuesta que se desdobla frente a la construcción. Hoy nadie se molesta en regarlo. Los dos olivos, que dan nombre a la finca, sobreviven al abandono, como esperando que el señor vuelva a mirarlos con ojos orgullosos. Las hierbas se van apoderando poco a poco del terreno. Elisa se agacha y recoge una de las plantas silvestres que salen cuando hay agua. Esta ha resistido el comienzo de la época de secas. Tiene flores como lágrimas de color amarillo limón. “Bolsitas de Judas” les dicen en el pueblo. “¡Quítemelas todas! Ya ve cómo acabaron con las hortensias”, sentenció alguna vez el señor del castillo. “Si fue la lluvia la que echó a perder sus flores”, salió en su defensa el jardinero. Ni él ni nadie podía oponerse a las órdenes de Rodrigo. A escondidas, Elisa convencía al peón de indultar alguna planta de temporada, esperando que la mirada del señor no la condenara. Hoy también las hortensias se han dado por vencidas. Sucumbieron a los embates del agua para luego secarse sin remedio. Las hierbas ocupan, tímidas aún, el territorio. La bugambilia y la llamarada no tuvieron tiempo de aderezar la blancura de los muros del castillo; el descuido les ganó.





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