—Los inquilinos pagan.
—Los inquilinos viven aquí.
—Los inquilinos también tienen derechos.
Asevera una condómina del edificio B. La conozco desde hace años pero no nos hablamos, casi nada. Si acaso cruzamos miradas. En realidad Casi no habla con nadie, con los guardias de la entrada un poco. Es muy suya.
La escucho, cuando salgo a caminar temprano en la mañana. Habla con la presidenta de la Asociación de Condóminos, a propósito del robo de las cuatro llantas de dos autos la madrugada de hace una semana. Tiene razón. Los inquilinos (quienes rentan un departamento, pero no son dueños) son personas, aunque la administradora quiera hacernos creer lo contrario y algunos le crean. Siempre el patrón ancestral de nosotros, los buenos, versus ellos, los malos.
Sigo caminando. Ya no oigo qué le responden a la vecina. Pero veo a una golondrina sentada en unos cables. La fotografío y se ve su cola ahorquillada.
Regreso a mi casa con los zapatos mojados por la lluvia de anoche. Quizá los calcetines, también. Me preparo para mi taller de meditación y escritura, que tomará las siguientes 6 horas del domingo.
Me traigo también una flor de un flor de mayo que empieza a marchitarse sobre las losetas grises. Hoy no me tocó salvar chicatanas (hormigas aladas también conocidas como hormigas de San Juan) de las albercas. Salen en la temporada de lluvias para cumplir un ciclo de apareamiento y procreación y son bastante torpes. Muchas acaban ahogándose. Confieso que hoy pasé sin fijarme demasiado.
Mañana será otra día.
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