Voy al súper para matar dos pájaros de un tiro: camino y compro lo que me hace falta.
Pasando la esquina de San Jerónimo y Ávila Camacho, en el límite del estacionamiento de la Farmacia del Ahorro, veo a un pequeño ser arrastrándose por el suelo. No es muy largo, tiene segmentos redondeados y patitas solo hacia la punta. Pienso que si se queda ahí, en plena banqueta, lo van a pisar. Me detengo. No sé cómo recogerlo. Me da algo de repelús.
Sigo caminando.
Me regreso. Saco el recibo de la luz que llevo en mi minibolsa del mandado. Me agacho y trato de recoger al bicho con el papel. Me siento ridícula, pero no me hago demasiado caso. Sigo en mis intentos, cuando se me acerca una mascarilla negra con dibujitos de colores, adosada a un rostro que no puedo ver. La mascarilla y yo entablamos un diálogo:
—¿Quiere el gusano? —me pregunta.
—No —le contesto—, solo quiero llevarlo a un lugar donde no lo pisen.
Sigo intentando, sin éxito, que se suba al trozo de papel.
—Pues ni modo, con la mano —indica la mascarilla.
Pues ni modo, con la mano —repito yo mentalmente y le doy un empujón al bicho. Finalmente logro subirlo a su medio de transporte improvisado. Se retuerce un poco y temo que se caiga.
—¿Ya pagó su recibo? —pregunta la mascarilla.
—No —le contesto.
¿Pensará que no me van a aceptar el pago después de que lo tocó el gusano? —me pregunto.
Cada una sigue su camino.
Yo hago malabares para no perder al ser. No quiero tener que pasar por el mismo proceso otra vez. Alcanzo una de las jardineras de Plaza Laurel y lo deposito en la tierra junto a unas azáleas.
Cuando vuelvo a casa, confirmo mi sospecha: era una gallina ciega. Es plaga de algunas plantas, pero también agrega nutrientes a la tierra.
Así la vida, de camino al súper.
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