Hace unos días tuve un sueño apoteósico. Así lo viví desde el resquicio de lucidez en que me di cuenta que soñaba y que la experiencia se iba volando, como la vida.
Fue un sueño almodovariano. Lleno de color. De deseo. De excesos. De voces. De gente. De sexo. De ilusión. Hasta una amiga de infancia pasaba danzando por ahí.
El momento culminante del sueño, cuando Almodóvar me pedía que protagonizara su siguiente película, sucedía fuera de escena (o no sucedía). Más bien, hacia el final de la vivencia, yo, extasiada, les decía a un grupo de amigas que Almodóvar me había pedido que protagonizara su siguiente película. Estaba más que feliz. Felicísima. Aun sabiendo que todo, o sea el sueño, estaba por acabarse. Pensaba que qué apoteósica experiencia. Que ojalá la recordara al despertar. Y la recordé, aunque la viveza onírica se me iba escapando entre los dedos.
Y recordé también las enseñanzas del Buda, en el sentido de que la vida, que creemos tan sólida, no es más real que lo soñado anoche o antenoche. Y que la mente que vive ese sueño o esa vida no es diferente de su contenido.
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