Hace muchos, pero muchos años, Santiago pintó este cuadro, que hoy decora la pared de unos de los baños de mi casa, rodeado de una marialuisa blanca y un marco amarillo. Y cuando digo muchos años, quiero decir antes del divorcio, cuando vivíamos aún en la casa de Privada de Hortensia en Rancho Cortés, o sea, que él tendría entre 3 y 5 años (y este año cumple 27). Ya no recuerdo dónde lo pintó, si en la escuela, en un curso de verano o en un tallercito de arte. Viéndolo ahora, pensé que sería pintura de dedos, pero la gota verde que escurre del cuadrante superior derecho parece indicar otro técnica.
Recuerdo cómo nos gustó a Adrián y a mí, así como nuestra decisión de preservarlo.
En aquella época, trabajaba con nosotros una mujer que nos cocinaba. No recuerdo su nombre, pero sí recuerdo que había sido cocinera de Robert Brady y hacía guisos deliciosos. En algún momento le enseñamos la obra de Santiago, no recuerdo si antes o después de enmarcarla, y comentó algo como "Qué bonito caballo" o "Parece un caballo". Para mí ese fue, en cierto sentido, el fin de la pintura porque ya no pude dejar de verla como un caballo, aunque lo intentara. El juego libre de colores y formas se volvió estático al nombrarlo.
La etiqueta, la superposición conceptual sobre la experiencia perceptual directa, contaminó mi manera de relacionarme con el color y la forma. En su momento, noté el fenómeno, aunque no podía explicarlo. Después de años de estudiar las enseñanzas del Buda, ahora veo claramente cómo creamos un mundo basado en las etiquetas con las cuales nombramos lo que experimentamos sensorialmente. El problema no es la etiqueta misma, que nos permite relacionarnos con los demás a través del lenguaje, sino que la tomamos como algo real, la solidifcamos, sin darnos cuenta cuánto se aleja de la experiencia directa. Y al confundirla con la experiencia misma, damos pie al surgimiento de lo bueno versus lo malo, el amigo versus el enemigo, lo blanco versus lo negro, es decir, el sufrimiento, que, en última instancia, es una creación de nuestra propia mente.
Y pensar que somos capaces de matar por ello...
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