Cuando mi papá murió, mi mamá me contactó a través de un abogado, después de habernos conectado fugazmente en el funeral, para pedirme que le devolviera el departamento 7 del número 149 de la calle Petén, en la colonia Narvarte. Ella y mi papá me habían comprado el piso unos 10 años antes más o menos, como una manera de compensar el auto que le habían comprado antes a mi hermano. (El depa y el coche costaron más o menos lo mismo.)
El departamento 7 del número 149 de la calle Petén era minúsculo (y genial).
Tenía dos espacios que juntos formaban un rectángulo. Al fondo estaba la habitación, que daba a la calle. Tenía un clóset con un minipasillo enfrente e incluía un baño completo (con regadera, donde guardaba el champú color vómito de insecto). Ese cuarto se alfombró con una alfombra de nudos color gris oscuro, lo último en la moda de la época. Sobre ella descansaba mi colchón (arreglo que tanto le preocupaba a mi tía Olga). En un cajón de madera, donde había tenido juguetes en la casa paterna, vivió una diminuta televisión color rojo chillante (una línea de luz morada le recorría la pantalla de lado a lado cuando yo buscaba la señal de un canal que se pudiera ver).
A la entrada estaba la estancia, donde cupieron la sala (un couch y un librerito anaranjado, con el aparato de sonido que le había yo comprado a mi amiga Ángela), mi secreter pegado a una pared (adonde llegó la primera planta del amor, aunque aún no florecía) y un minicomedor con una mesa de metal negro, cubierta de vidrio y 4 sillas del mismo metal negro y tapizadas en amarillo. Ese espacio tenía un ventanal que daba al cubo central del edificio y una cocina diminuta y alargada. A este cuarto ya no me acuerdo si se le puso un piso como tablero de ajedrez, o sea, a cuadros negros y blancos (como el del taller de MM), o duela de madera (creo que fue duela).
Habré vivido allí desde los 25, más o menos, hasta los 30 que me mudé a casa de Adrián. Aunque no acepté que las escrituras se pusieran a mi nombre (en un ataque absurdo, sí, de orgullo postadolescente), yo manejaba el depa como mío: pagaba los gastos que generaba y recibía los beneficios de rentarlo. Mi mamá en alguna ocasión me dijo que esa propiedad la había designado para mí en un legado en su testamento, pera evitar problemas con mi hermano.
Luego pasó todo lo que pasó (que es objeto de otro espacio o de otro momento), se rompieron las relaciones entre ellos y yo y no volví a ver a mi papá. Cuando en el velatorio intercambié teléfonos con mi mamá (o más bien, le di el mío porque el de casa de ellos seguía siendo el mismo de siempre), no me imaginé que su siguiente paso sería que pedirme que le devolviera el departamento 7 del número 149 de la calle Petén.
Recuerdo el momento cuando recibí los papeles que debía firmar renunciando a cualquier derecho sobre el depa. Mi entonces esposo me aseguró que, para apoyo, ahí estaba él y que yo no necesitaba nada ni a nadie más y entre ambos convinimos no pelear contra mi mamá. Recuerdo la firma de ella, con su inconfundible letra manuscrita en tinta azul, pequeña y muy legible pero como con conciencia de no ser muy valorada, seguramente escrita con su pluma Cross dorada y delgadita: un nombre de pila y un apellido (MM también). Y mi firma al lado, más garigoleada, la misma firma que alguna vez inventáramos juntos mi hermano y yo de niños.
Emma Prieto Rubio, amiga del otro lado del mar, comentó en feisbuc: "Me gustó mucho, Adela. Ay!!". Y yo le contesté: "Me alegro mucho, Emma. Me encanta que me leas. Un beso hasta allá.".
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