En algún café cerca del Mercat de Sant Antoni |
Es, obviamente, la 1. f. Acción y efecto de despedir a alguien o despedirse.
¿Y qué es despedir(se) entonces?
La RAE consigna 9 acepciones y yo elegí las que venían más a cuento conmigo en este momento:
Y este momento es el final de un año más. Y el comienzo del que sigue. Eso sucede con las despedidas: que algo se cierra y, al hacerlo, da pie a que algo más se abra. Pero igual duele. Despedirse. A veces.
Despedirse es una de las certezas de la vida. No podemos vivir sin despedirnos. O sí, pero eso no evita ni las separaciones ni los finales. Las despedidas, pues.
Uno se despide antes de irse a un viaje. De los que se quedan. Con la duda, por tenue que sea, de si los volverá a ver o no. Entonces se encuentra con quienes están del otro lado y lo primero son los saludos y las bienvenidas. Pero la estancia llega, inevitablemente, a su fin y, entonces, vienen las despedidas anteriores al regreso. Una vez más, nos despedimos de quienes se quedan. Con la duda, también, de si los volveremos a ver. O cuándo.
Uno también se despide de los lugares. Y al hacerlo se despide también de uno mismo. De la persona que somos en el momento de estar ahí y que dejaremos de ser al irnos.
Y a veces nos volvemos a despedir de la misma persona más de una vez y más de dos y, quizá, más de las necesarias.
Será que no podemos acabar de apartar de nosotros el miedo y la esperanza, eternos verdugos, si los dejamos.
O que no podemos acabar de apartar a ese alguien, y no por gravoso o molesto, sino porque aún lo llevamos dentro. (Y es ahí donde está la cuestión, no afuera).
O quizá solo porque necesitamos dar y recibir más compañía antes de consumar la separación definitiva (si es que la hay).
O será que necesitamos decir y escuchar algo más. Una expresión más de afecto. (O solo creemos necesitarlo.)
O que la intención de renunciar a la esperanza no acaba de cristalizar (y creemos que podemos darle un empujoncito).
Y así sucede que un hombre y una mujer van en el coche de él hacia Nou Barris, en el extremo de montaña de Barcelona. Tomaron un café. Intentaron hablar y no pudieron. Vieron fotos en el móvil de él. Y caminaron. Bastante. Sin rumbo. La chica del GPS ha vuelto cualquier posibilidad de conversación imposible. Ella le pide a él que la deje en un metro, con la sola condición de que sea de la línea amarilla para no tener que transbordar. Él le agradece y da algunas vueltas en el coche. Finalmente se estaciona. En una calle ancha. (Él sabrá cuál es.) El metro Urquinaona queda cerca, enfrente, hacia la izquierda de ella. Quiere correr hacia allá. Pero él la alcanza primero y la abraza. Un abrazo demasiado fuerte.
«Perdón», le dice él. «Perdonado», le dice ella. «¿De verdad?», le pregunta él. «De verdad», le responde ella y se zafa del abrazo. Él toma una de las manos de ella y la sostiene. Con demasiada firmeza. Entre las suyas. Están heladas. Ella solo quiere marcharse. Recupera su mano y se va caminando rápido hacia la boca del metro. No voltea. Se imagina que él la mira. Pero no voltea. Se apresura. Baja las escaleras y en el pasillo que se bifurca hacia dos líneas diferentes, respira. Se siente aliviada. También un poco triste.
Hoy que acaba el año me despido, pues, de la que fui hace unos días en Barcelona. Y en Madrid. Y de la que fui ayer. Y me abro a la que será mañana. Y pasado mañana. Y bienvengo el 2019. Y todo lo que traerá. Lo bueno y lo malo. Y a las personas que están cerca, las de siempre y las recién llegadas. Y a las que quedaron lejos, cuando yo era alguien más. También.
¿Y qué es despedir(se) entonces?
La RAE consigna 9 acepciones y yo elegí las que venían más a cuento conmigo en este momento:
3. tr. Apartar o arrojar de sí algo no material.
5. tr. Dicho de una persona: Apartar de sí a alguien que le es gravoso o molesto.
6. tr. Acompañar durante algún rato por obsequio a quien sale de una casa o un pueblo, o emprende un viaje.
8. prnl. Hacer o decir alguna expresión de afecto o cortesía para separarse de alguien.
9. prnl. Renunciar a la esperanza de poseer o alcanzar algo. Despídete DE ese dinero.
Y este momento es el final de un año más. Y el comienzo del que sigue. Eso sucede con las despedidas: que algo se cierra y, al hacerlo, da pie a que algo más se abra. Pero igual duele. Despedirse. A veces.
Despedirse es una de las certezas de la vida. No podemos vivir sin despedirnos. O sí, pero eso no evita ni las separaciones ni los finales. Las despedidas, pues.
Uno se despide antes de irse a un viaje. De los que se quedan. Con la duda, por tenue que sea, de si los volverá a ver o no. Entonces se encuentra con quienes están del otro lado y lo primero son los saludos y las bienvenidas. Pero la estancia llega, inevitablemente, a su fin y, entonces, vienen las despedidas anteriores al regreso. Una vez más, nos despedimos de quienes se quedan. Con la duda, también, de si los volveremos a ver. O cuándo.
Uno también se despide de los lugares. Y al hacerlo se despide también de uno mismo. De la persona que somos en el momento de estar ahí y que dejaremos de ser al irnos.
Y a veces nos volvemos a despedir de la misma persona más de una vez y más de dos y, quizá, más de las necesarias.
Será que no podemos acabar de apartar de nosotros el miedo y la esperanza, eternos verdugos, si los dejamos.
O que no podemos acabar de apartar a ese alguien, y no por gravoso o molesto, sino porque aún lo llevamos dentro. (Y es ahí donde está la cuestión, no afuera).
O quizá solo porque necesitamos dar y recibir más compañía antes de consumar la separación definitiva (si es que la hay).
O será que necesitamos decir y escuchar algo más. Una expresión más de afecto. (O solo creemos necesitarlo.)
O que la intención de renunciar a la esperanza no acaba de cristalizar (y creemos que podemos darle un empujoncito).
Y así sucede que un hombre y una mujer van en el coche de él hacia Nou Barris, en el extremo de montaña de Barcelona. Tomaron un café. Intentaron hablar y no pudieron. Vieron fotos en el móvil de él. Y caminaron. Bastante. Sin rumbo. La chica del GPS ha vuelto cualquier posibilidad de conversación imposible. Ella le pide a él que la deje en un metro, con la sola condición de que sea de la línea amarilla para no tener que transbordar. Él le agradece y da algunas vueltas en el coche. Finalmente se estaciona. En una calle ancha. (Él sabrá cuál es.) El metro Urquinaona queda cerca, enfrente, hacia la izquierda de ella. Quiere correr hacia allá. Pero él la alcanza primero y la abraza. Un abrazo demasiado fuerte.
«Perdón», le dice él. «Perdonado», le dice ella. «¿De verdad?», le pregunta él. «De verdad», le responde ella y se zafa del abrazo. Él toma una de las manos de ella y la sostiene. Con demasiada firmeza. Entre las suyas. Están heladas. Ella solo quiere marcharse. Recupera su mano y se va caminando rápido hacia la boca del metro. No voltea. Se imagina que él la mira. Pero no voltea. Se apresura. Baja las escaleras y en el pasillo que se bifurca hacia dos líneas diferentes, respira. Se siente aliviada. También un poco triste.
Alumbrado navideño en alguna de las grandes calles de Barcelona (Aragó, quizás, o La Meridiana) |