Hoy hace un día hermoso. Lleno de sol. Y tengo a doña T, la mamá de mi comadre, Teresita, en mi mente, desde temprano. La recuerdo en especial el día en que murió porque es el día que queda entre los cumpleaños de mi mamá y de mí tía Olga y, así, hago una tercia de cariños.
Pensar en doña T es suave. Y luminoso. Como el día de hoy. Su presencia —tranquila y un pelín triste de pronto— era un remanso de paz. De confianza. De hogar. Porque en Chimal, donde vivió muchos años y donde murió, su casa sigue siendo uno de los hogares con que contamos Santiago y yo. Y ella siempre está, aunque ya no esté.
La semana pasada, Santiago y Yare estaban de visita allá y, junto con María Eugenia, se conectaron conmigo por videollamada. Entre otras cosas, me comentaron que habían respetado mi lugar en la mesa (donde comemos y jugamos continental) y mi taza (supongo que la blanca con plato propio que me encanta para el café). Y ese lugar en la mesa es donde se sentaba doña Teresa, lo cual es un honor para mí. Digamos que se lo cuido cuando estoy allí y me lo cuidan cuando no estoy. Y todo eso, y mucho más hace que Chimal, Tlaníhuitl, sea nuestro también.
Hoy, para doña T, estas rosas del parque del Canal de Isabel II,
que me recuerdan a las de su jardín.
Y mi cariño.
Siempre.
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