Ana irrumpe en mi cuarto a las 10 de la mañana (aún duermo). Los del Corte Inglés me avisaron que llegan en 5 minutos, dice agitada, y necesito los guantes de látex. Buena idea, le contesto medio dormida: Después hago un esfuerzo por salir del sueño y ayudarla a desempacar los productos, que hace más o menos una semana pedimos por internet.
(Digo pedimos, porque yo estuve de pinche. Por suerte, porque en el primer intento, descubrí que cada vez que ella añadía un producto a su carro, cerraba una ventana que le pedía que hiciera una cuenta, o sea, ningún producto se añadía a ningún carro).
Cuando llego a la cocina, bostezando aún, veo un par de cajas y bolsas (grandes, pequeñas, combinadas con papel) por todos lados. Le ofrezco ayuda a Ana y, en principio la rechaza, pero me quedo. La verdad es que ninguna de las dos tiene idea del «protocolo» de limpieza y desinfección y nos lo vamos inventando. Yo me imagino que un extraterrestre nos mira desde muy lejos y se parte de risa por las evidentes incoherencias en nuestros procedimientos, que están hechos en «modo placebo», más bien.
Eso sí, ambas llevamos guantes. Yo la convenzo de no tirar las bolsas de plástico y usarlas para basura y ella las mete a la lavadora con una pastilla de lejía. (Esto de la conciencia ecológica sigue siendo un tema espinoso y confuso).
Cuando acabamos (ella de enjuagar frutas y verduras y yo de pasar un papel con lejía por los productos empacados), me lavo las manos una, dos, tres veces, antes de ponerme el lente de contacto. Me doy cuenta de cómo el miedo se mete por los poros y hay que estar muy pendiente de no sucumbir.
Me voy a vestir con ropa de verdad porque, ¡gracias al cielo!, Ana me pide que me lleve el cartón y el papel, que llevamos casi un mes acumulando, al contenedor. Podré salir unos minutos. Con guantes de látex, claro. Cargo con el cartón de las cajas del Corte Inglés y dos bolsas llenas de papeles, papelitos, cartoncitos, cartonzotes, y emprendo el camino escaleras abajo.
En el portal están el portero, Maxim, y una vecina. Enmascarillados. Yo, no. Saludo de lejos y salgo al contenedor, donde tardo bastante vaciando las mentadas bolsas. De regreso, Maxim me pregunta cómo estoy, cómo está Ana, todo a una distancia prudente. Yo le pregunto cómo está él. Dice que de momento bien, pero que esto se va a prolongar. Asiento y le digo que se cuide y emprendo el camino escaleras arriba.
Llego cansada, esa tensión extraña de pisar la calle, con las manos empapadas dentro de los guantes y con ganas de desayunar. Ana sugiere que la chupa (chamarra) y los zapatos los deje en el balcón. Le hago caso.
Cuando regreso a la cocina, ha puesto a cocer alcachofas.
Pero están sin corazón, ¿no?, le pregunto.
Me dice que se los quitó porque venían negras.
Alcachofas descorazonadas, digo.
Como los tiempo, contesta.
Pero están sin corazón, ¿no?, le pregunto.
Me dice que se los quitó porque venían negras.
Alcachofas descorazonadas, digo.
Como los tiempo, contesta.
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