Toda esta mañana he tenido una suerte de escalofríos. Como si una corriente eléctrica, suave pero constante, me estuviera recorriendo el cuerpo a ras de piel. El corazón iba algo acelerado. Y las lágrimas esperaban el menor pretexto para asomarse.
¿Qué ha sido diferente en este día de (casi) confinamiento?
El ambiente en el piso. Ana amaneció de malas, supongo. En todo caso no hablaba casi. No interactuaba casi. Ya lo de sonreír es una utopía. (Y ni hablar de un abrazo, claro...)
¿Y yo por qué reacciono así? ¿Por qué mi piel y mi cuerpo y mi corazón reaccionan así?
Porque se me revive un estado de alerta (de alarma, casi) que caracterizó mi infancia toda. Porque mi mamá era así: impredecible, indescifrable, inalcanzable. Y yo me pasé años intentando predecirla, descifrarla, alcanzarla.
Hoy ya no tengo que hacerlo, ni con ella ni con Ana. Ni con nadie, en realidad.
Hoy reconozco lo que me pasa.
Lo miro. Lo siento. Y, así, lo puedo soltar.
Es como una cicatriz que arde un poco. De pronto.
Pero si la reconozco, sin echarle leña a su fuego, se vuelve a calmar.
Una oportunidad más de sanar durante la cuarentena.
De esas experiencias que uno agradece aunque la piel se enchine! Me avisas a qué hora te queda el domingo, después de mis 11am esta bien.
ResponderBorrarImpresionante, amiga, la verdad. Tengo la agenda abierta, así que dime a ti qué hora te funciona mejor. Besitos mientras tanto...
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