lunes, 8 de junio de 2020

dos/10


El confinamiento me llevó, finalmente, a hacer el reto de las 10 películas favoritas y me resultó muy interesante. Como con los libros y la música, la experiencia de compartir las obras de arte que nos han marcado es una manera de construir una autobiografía o un autorretrato y de hallar o recordar aspectos que creíamos evaporados. Aquí arranco con la segunda, porque de la primera ya hablé acá hace muy poco.





Esta cinta (basada en una novela homónima y otra versión cinematográfica de 1958) ganó la Palma de Oro en Cannes en 1983, cuando yo tenía 20 años. (Hace varias vidas ya.) Su director fue Shohei Imamura quien nos presenta una sociedad campesina del Japón de hace apenas uno o dos siglos, aunque para el ojo contemporáneo, el mío por lo menos, parecería mucho más lejana.

Lo que más recuerdo de la cinta es la manera de enfrentar la muerte, que es un correlato, por supuesto, de la manera de enfrentar la vida. (No puede ser de otro modo, aunque se nos olvide o ni siquiera lo pensemos.) En la comunidad donde se desarrolla la historia, los viejos, al perder los dientes, debían ser llevados por sus hijos a morir a la montaña y, así, dejar espacio a los jóvenes, o sea, promover el ciclo de la vida. Pero Orín, la anciana de la familia (de 70 años) está en perfecto estado. Por eso, ella misma se rompe los dientes contra una piedra en una de las escenas de valentía más impresionantes que he atestiguado en mi vida.

Nunca he vuelto a ver esta peli y me encantaría hacerlo. Pero la huella que me dejó no se ha borrado con los años, y en estos tiempos que corren se renueva su sentido: La necesidad de relacionarnos con la vida y con la muerte de una manera más consciente, más abierta, más responsable.

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