jueves, 30 de julio de 2020

Historia de una maleta


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Será mucho más cómodo viajar sin maleta, decían.
Irás genial si la maleta grande te la lleva SEUR hasta Barcelona, decían.
Te podrás ahorrar lo del taxi si vas solo con la pequeña, decían. 

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Los signos ominosos se presentaron desde el principio:
Por la mañana recogeremos su maleta, prometió SEUR.
(Su mañana se extendió hasta las 3 pm.)
Le puse dos etiquetas (enormes y pegadas con, por lo menos, 3 capas de celo ancho) a cada lado, le informé al encargado de recoger la maleta.
Más vale prevenir, comentó.
Esto fue un martes. Se preveía (en realidad yo había pagado para que así fuera) que la maleta estaría en Barcelona al día siguiente.

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Al día siguiente me fui a Cuenca y volví un día después. Mi amiga Joana, la de Barcelona, no había llamado. Seguramente mi maleta ya estaría en su casa, pensé. Pero el viernes llamó, para decirme que no, que no había llegado. Que la habían llamado de SEUR para ponerse de acuerdo en la franja horaria de entrega y nunca llegaron. Que la habían vuelto a llamar prometiéndole que el viernes llegaría antes de las 2. Era la 1:50. Que si podía yo llamar a algún sitio.

Ahí empezó un arduo entrenamiento en el sistema de comunicación telefónica  de SEURque iría puliendo en las semanas por venir:
  • Siempre te contestará una grabadora infinita, a la que tendrás que mentirle, diciéndole que sí, que tienes cuenta con SEUR.
  • Aprenderás qué número apretar cuando quieras evitar el sistema automatizado de SEUR. (Siempre querrás evitar el sistema automatizado de SEUR.)
  • Desarrollarás (o no) una enorme tolerancia a la frustración, escuchando una y otra vez las mismas grabaciones hablando de datos personales y ficheros, la misma musiquita enervante y deseando hablar con un ser humano que te trate como ser humano y no te diga que no tiene poder resolutivo o te cuelgue el teléfono.
  • Descubrirás que el número principal de SEUR es un número de pago, es decir, de pago para el cliente que llama y cubre, sin saberlo, el coste de toda la llamada que la mayoría de las veces no dará ningún resultado.
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Y entonces el descubrimiento insólito: La maleta se había convertido en arena para gatos.

Hubo un cruce, dijeron, entre su maleta y otro paquete, el de arena. Cómo un cruce, pensé yo. (Nunca alcancé a entender qué quería decir aquello. ¿Que mi maleta se había ido al destino de la arena? Entonces la arena habría tenido que llegar a la casa de mi amiga en Barcelona, donde nunca apareció.)

Era viernes. Yo dejaba Madrid el lunes. Ya allá trataría de seguir con el seguimiento. (En finde era inútil.)

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Ya en Barcelona empezó el limbo sin maleta. Duraría dos semanas que, como todo en este tiempo, tuvieron una extraña calidad pegajosa. 

Lo peor fue la incertidumbre, intensificada de por sí en estos tiempos y empeorada por los kafkianos métodos de SEUR. A veces me decían que se había reportado una incidencia. Otras, que la maleta se había ido a Barberà del Vallès. La mayoría, que no me podían dar más información, que los compañeros estaban en ello. Intenté enojarme. Intenté provocar lástima. Intenté ser neutra. Nada funcionaba. Era una suerte de bucle interminable en cuyo epicentro estaba siempre una llamada que parecía ser la misma día tras día, a pesar de que el nombre de los operadores iba cambiando. En internet, en la página de seguimiento de la maleta, todo se detenía el 10 de julio y el recuento terminaba en un anaranjado y perenne estado del envío: en proceso.

Así se pasaron dos findes más, lo mejor de la semana porque entonces no tenía caso ni llamar ni preocuparme. Eso sí, de pronto me iba acordando de algún otro artículo que había empacado en la maleta roja y me debatía entre darlo por perdido o no perder la esperanza (entre la esperanza y el miedo, como todo en esta vida).

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Y entonces, después de más llamadas infructíferas, se conjugaron dos hechos: por un lado, la intervención de un amigo de un amigo, que trabaja en el sector de envío y entrega de paquetes (a quien le contaron más o menos lo mismo que a mí) y mi descubrimiento de que mi número de seguimiento aparecía como inexistente en el sistema. Fue tal el susto ante este hallazgo, que hice una llamada más que, para enorme sorpresa mía, me llevó hasta un ser humano de verdad, una mujer en el departamento de gestión en la oficina de Barcelona que ese mismo día me envió por correo electrónico tres fotos, de tres maletas rojas no entregadas, para ver si alguna era la mía. Le contesté enseguida que sí, que la tercera, la del lacito amarillo. 

Al día siguiente, ella me llamó a mí (increíble pero cierto) para decirme que la maleta estaba en el almacén de Madrid, que la reclamaría (esto era un viernes) y que me la estarían entregando en Barcelona al siguiente lunes. Ese lunes me volvió a llamar diciéndome que la tendría en casa entre 4 y 6 de la tarde.

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La maleta llegó al cuarto para las 3 (o a las 3 menos cuarto, como se dice de este lado del mar). Por suerte, mi amiga Joana y yo habíamos decidido no dejar la casa sola hasta que se presentara el repartidor, quien subió hasta el piso 11 con la maleta, medio cubierta de plástico, sin etiquetas, pero con lacito. Hasta que no abrí uno de los cierres (después de un arduo proceso de desinfección y de cuarentena de un día en el balcón) y constaté que algún objeto ahí contenido fuera mío, no acabé de creerme que era cierto: que era la mía y que, al fin, había llegado.

Junto a la alegría (pasajera como la mayoría de las alegrías) de haberla recobrado, a Joana y a mí nos invadió aquella tarde cierta sensación de vacío, de pérdida de sentido en la vida tras haber conseguido aquel objeto deseado durante tantos días.


sábado, 25 de julio de 2020

viernes, 24 de julio de 2020

Ave fénix


3 operaciones
712 sesiones de psicoterapia
1325 pastillas de todos los colores
Un sinfín de entradas en sus diarios íntimos

Entonces, dejó de ser víctima y se convirtió en sobreviviente.

sábado, 18 de julio de 2020

en Barcelona 1


Nuestro destino nunca es un lugar, sino una nueva forma de ver las cosas.
Henry Miller

Pasan dos periquitos volando frente al balcón del piso donde vivo ahora. De fondo, otro edificio del mismo bloque. También mi ansiedad. Mi incertidumbre. Mi desasosiego.

Al borde de un nuevo confinamiento, hago una lista mental de los regalos que compré para mi gente del otro lado del mar: un oso (pequeño, estilizado) tallado en madera; una mascada con un estampado casi inverosímil; una libreta con un sueño de Goya; un marcador de libros con una mujer de Goya; un cuenco tallado en madera, con asas pequeñas, como surgido por sí solo de un árbol; una menina-imán de cerámica de alta temperatura.

Hace más de 10 días que debía haber llegado mi maleta.
(SEUR es una empresa como de décimo mundo.)
Ahora no necesito la ropa de invierno.
El disco duro externo es otra historia.

Me como una toronja (pomelo) deliciosa, mucho más dulce que las que conseguí en Madrid.
Me pregunto cómo será mi nueva manera de ver las cosas.
Espero que no peor que la que tenía.

Por la ventana del comedor y por el balcón entra el barullo de la gente que ha tomado las albercas (piscinas). Y detrás, las pelotas de tenis que rebotan en el piso.
Me relaja empezar a reconocer los sonidos de mi nuevo entorno.
Y me siento, también, en una realidad alterna.

Y así anochece en una ventana de la zona de Barcelona que está pegada a la montaña, del otro lado del mar:





miércoles, 15 de julio de 2020

tres/10







Woody Allen está entre mis directores favoritos, abajito de Almodóvar. Y sí, estoy predispuesta cuando veo una peli suya: me suelen gustar. Me perdí la época de sus primera comedias, por edad, y creo que me enganché con Interiores, del 1978 (año en que yo cumplí 15, época en la que aún iba al cine con mis padres). Con ese film, el director neoyorquino dio su primer giro hacia el drama a la Ingmar Bergman.

Después se fue haciendo cada vez más él, más director de cine de autor, más a la europea. Ahí están Hannah y sus hermanas Crimes and Misdemeanors (en Hispanoamérica, Crímenes y pecados; en España, Delitos y faltas) o Sombras y nieblas. Pero cuando emprendí, hace unas cuantas semanas en pleno confinamiento, el reto de las 10 películas favoritas, la que me vino a la mente fue Match Point, cuyo título se tradujo, con enorme imprecisión, como La provocación en Perú, Venezuela y México. Peor que la falta de precisión, es el sesgo (machista, claro) y la pérdida de todo el sentido vital que propone el director.

Porque si algo me fascina de Match Point es el nivel de tragedia griega que consigue Woody Allen: Un protagonista a quien el destino (o la suerte) —representado por ese match point (ese tanto donde se decide quién gana o quién pierde el partido, es decir, donde se decide la vida misma)— libera socialmente, pero dejándolo preso, íntimamente, con la conciencia de su propia culpa. Genialidad total.

Quince años han pasado ya desde que esta cinta se estrenó (en el 2005 en Cannes). Después de verla en el cine, compré el cd, que está hoy en mi casa en Cuernavaca, tan lejos, como una parte de mí, de mi vida, de mi biografía.

lunes, 13 de julio de 2020

La última . . .

. . . y nos vamos

O, por lo menos, me voy yo. Que sí, que hoy (que ya es ayer) es (fue) mi último día en Madrid. Y el verano infierno nos dio un respiro. Hubo brisa fresca y el termómetro me dejó empacar con bastante fluidez, a pesar del azote tremendo por todo lo que no cabía en la maleta (amén del azote por la maleta que mandé antes por mensajería para facilitarme la vida y que aún no ha llegado).

Estos días he descubierto, o constatado de nueva cuenta, cómo estarse despidiendo es un estado de transición parecido a lo que la tradición budista tibetana denomina bardo, que aunque en realidad es el hueco que hay entre un momento de experiencia y el siguiente, suele usarse en relación con el estado intermedio entre una vida y la que sigue, es decir, el espacio que se extiende entre la muerte en un vida y el renacimiento en otra. Cuando viajamos o nos mudamos se suele hacer muy evidente esta sensación de estar con un pie aquí y el otro allá y el cuerpo y la mente en el aire. Una suerte de preparación para la transición última (repetida, claro, incontables veces desde un tiempo sin comienzo).

Y hoy aterricé en Barcelona, a 6 años y pico de mi última visita. Pero mi alma (por decirlo de alguna manera) no ha acabado de llegar: vendrá en camino aún desde Madrid. 

Me emocionó, como me ha emocionado desde que puse pie por primera vez en la cudad condal hace 4 décadas ya. Me entristeció no poder platicar con la conductora del taxi que me trajo a casa de mi amiga Joana. Era una chica majísima, como dicen acá («muy buena onda» hubiera dicho yo hace unos meses) enmascarillada, como yo, y separada, además, por un plástico que hacía prácticamente imposible la comunicación, a pesar de que ambas parecíamos tener ganas de platicar. Todo esto nos ha vuelto más individualistas; es poca la gente que quiere hablar: me dijo ella mientras me ayudaba a sacar mi maleta del auto.

En fin que empieza una nueva etapa del viaje. De la vida, pues, con todo y la coronaRrealidad en la que estamos. En los oídos aún me resuenan las despedidas: desde aquel «yo no me voy a despedir» de una de mis amadas Marías, por evitar el dolor y después de haberme regalado uno de los momentos más conmovedores en mi estancia madrileña (mis primeras criaturas en micro abierto privado en mi voz y en las de mis amigas del máster: gracias otra vez) hasta el precioso «hasta cuando quieras» del padre de mi otra amadísima María. E incluso el ambivalente «me da pena que te vayas/ya quiero que te vayas» de la (ex)anfitriona. 

Y sí he llorado (al salir del piso del Bernabéu, al bajarme del AVE en Sants y al empezar a hablar con Joana en su piso de Nou Barris, mi nuevo hogar temporal). Y habrá más lágrimas, seguro, y también risas y quién sabe cuántas otras cosas...

De momento, la primera vista desde «mi» nuevo balcón:



jueves, 2 de julio de 2020

Y me sigo despidiendo


La octava acepción que la RAE da para el verbo "despedir" reza así:

8. prnl. Hacer o decir alguna expresión de afecto o cortesía para separarse de alguien.

Dicho así, suena bastante aséptico: A mí, que me está llevando semanas despedirme de Madrid. Que uso el menor pretexto para no comprar aún el boleto (billete que le dicen acá) para Barcelona. Que me azoto porque no sé cómo manejarme con el equipaje. Que dudo de mis decisiones y pienso que quizá tendría que moverme de vuelta a mi país. Que quedo un mismo día a comer y luego a cañas de tarde para ver a distintas amigas y ponernos al día y decirles adiós. Que tan pronto lloro como río pensando en la partida. Que bromeo con mi anfitriona diciéndole que Madrid no quiere que me vaya, aunque ella, probablemente sí (y no me desmiente...).


Chueca celebrando el amor

Hace tres días, el último lunes de junio, salí con mis amigas de más-allá-del-máster y yo creo que contó como una despedida de las buenas. Porque no lo fue tal cual (siempre nos queda alguna más pendiente). Fue más bien un paseo madrileño. De los buenos, donde seguí mapeando la ciudad: la frontera entre Chueca y Malasaña, trozos de uno y otro barrio, la Plaza del Dos de Mayo (de día), la desembocadura de Fuencarral en Gran Vía, la entrada al Retiro subiendo por Alcalá. 


Sí, ella, la Puerta de Alcalá

Y luego un pícnic en el parque madrileño por antonomasia. Con sándwiches de Rodilla (súper ricos), rosquillas gallegas, un mirlo, varios gorriones, un helado de turrón de jijona, clase de yoga y pláticas interminables. (Cómo voy a extrañar esas pláticas interminables.)


El estanque del Retiro

Hoy ya tengo el boleto (billete, que le dicen acá) para irme a Barcelona. Y también tengo una morriña enorme de mi tierra.

Así la vida a principios de julio.
Y para cerrar, nomás porque sí, un mirlo que nos visitó en el pícnic: