Anoche soñé con mi abuela María Luisa, la mamá de mi papá. La abuela asturiana. Mi madrina. No la sueño mucho. Ni la pienso mucho. Ni la recuerdo con mucha frecuencia. Pero ahí está. Dentro de mí. Como un elemento callado, pero fundacional.
Era un sueño de despedida. Ella se iba. Se moría, pues, pero no de enfermedad. Era su tiempo (que en la vida "real" fue hace más de 30 años) y decidía despedirse. Hablar con su gente. Y había lágrimas. Claro. Más de los demás que de ella.
El entorno era la casa de Cuernavaca de mi otra abuela, Rosa, la madrastra de mi mamá. Y aunque Santiago, mi hijo, nunca conoció a su bisabuela, en el sueño andaba por ahí, cerca de mí.
Había primas y primos, hijos de las hermanas de mi padre. Ni ellas ni él estaban presentes. Al final, yo presenciaba cómo mi abuela, que de pronto parecía más joven y más contenta, se despedía de alguien que no se veía. Decía que le había prestado (asturianismo que alude al disfrute de una experiencia) algo y señalaba sus bolsas. Iba vestida jovialmente, de colores y sonreía. A mí me daba gusto.
Al final del sueño, yo intentaba compartir con mis primos —sentados con gran pesadumbre alrededor de una mesa— la escena que había atestiguado No podía. No me hacían caso. Y entonces lo dejaba pasar.
Cuando desperté, empecé a escribir el sueño en mi mente para no olvidarlo y para conservar algo de la sensación de haber pasado un ratito con mi abuela.
Aquí, una foto de una foto de mi abuela María Luisa, que me regalara mi tía Marisa, su hija mayor, hace varios años, durante una visita al rancho tan querido, donde murió María Luisa el año del terremoto.
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