O algo así, terminó ayer mi conversación con un ejecutivo telefónico de Banorte, el banco fuerte de México. Tras más de una hora de conversación, el ejecutivo repitió mecánicamente, como casi todo lo que dijo, que tenía que terminar la llamada por esas mentadas cuestiones de calidad en el servicio. A juzgar por como funciona el mundo en que vivimos, supongo que si en determinado tiempo no se resuelve el problema por el cual han sido contactados, tendrán una sanción o una mala evaluación o quizá hasta los corran. Y mi problema, por supuesto, no se había solucionado o no había certeza de que así hubiese sido. Cuando le pregunté si me iba a dejar ahí colgada, obligándome a volver a marcar y perder quién sabe cuánto tiempo más, repitió la muletilla y colgó, no sin antes agradecerme haberme comunicado a Banorte.
Cuando me di cuenta que me había quedado sin interlocutor, tenía más ganas de reír que de otra cosa y me sorprendí a mí misma no habiendo perdido del todo la compostura ante la experiencia, kafkiana como la que más. Entre un "en este caso" y otro "en este caso", forma en que el ejecutivo, cuyo nombre por fortuna he olvidado, me fue dando una serie de instrucciones, transité desde dudar de mi propio coeficiente intelectual y mi capacidad de teclear unas cuantas letras, número y signos que representan mi usuario y contraseña (mientras él pacientemente, eso sí, aunque no sé cómo estaría por dentro, me esperaba) hasta sentir un nivel de intimidad con el desconocido como si lleváramos casados varias vidas.
No faltaron las recomendaciones y casi amenazas: si el sistema ya se ha bloqueado temporalmente durante 15 minutos, lo cual sucedió por lo menos un par de veces, la siguiente podría bloquearse 7 días y, por supuesto, nadie podrá ayudarme porque el mentado sistema ha tomado el control y los seres humanos que aún quedan están a su servicio. Pensé que había triunfado cuando lo convencí de quedarse conmigo a que pasaran los 15 minutos del bloqueo y poder probar mi acceso. Faltaban unos 120 segundos y no quería tener que empezar desde 0 otra vez. Accedió. No tengo idea por qué. Y, oh sorpresa, no se podía entrar. Tampoco tengo idea por qué y sospecho que ni él ni nadie más podrían ofrecer una explicación razonable.
Entonces, el amable ejecutivo propuso que una de las vías para ver si podía finalmente entrar a mi cuenta en línea (el motivo de la consulta) fue establecer una nueva contraseña, pues parecía o que yo la había olvidado o no sabía leerla en donde la tengo anotada o era incapaz de teclearla. Ese fue uno de los momentos cumbre de la llamada. Cuando después de no sé cuántos intentos, logramos (en plural, sí) llegar a la página para hacerlo, me encontré con una serie de instrucciones inapelables (tiene que ser alfanumérica, tiene que tener entre 8 y 15 caracteres) y luego una serie de sugerencias (puede contener mayúsculas, puede contener algún signo). Cada vez que proponía una nueva contraseña, aparecía un mensaje indicándome algún fallo: la contraseña debe tener 8 caracteres (no entre 8 y 15), la contraseña debe tener por lo menos una mayúscula (en lugar de puede contener mayúsculas). Y entonces mi diálogo se volvió casi un monólogo en el cual el ejecutivo se limitaba a asentir (con una palabra, con la voz o en silencio). Y yo me sentía cada vez más estúpida.
Una vez que el cambio de contraseña fue un éxito, le pedí que me acompañara a acceder al portal. Nos encontramos con varios problemas más que desembocaron, finalmente, en una pantalla en blanco. Y ahí fue cuando él me informó que se iba, que probara yo, que volviera a llamar al número 800 del banco. De nada valió casi rogarle, por esas cuestiones de calidad en el servicio, que son unos amos implacables.
Ahí estaba yo. Abandonada a mi suerte, pero con la opción de no perder la calma. Después de todo ya tenía una contraseña nueva y la enorme duda de si funcionaría. Decidí no hacer nada más (eran cerca de las 11 de la noche) y esperar al día siguiente. Tampoco es que la actuación del ejecutivo fuera personal, es decir, en mi contra. Lo que me parece que sí está en contra de todos es este sistema en que vivimos (y a cuya creación todos contribuimos) guiado por el miedo que se ha ido convirtiendo paso a paso en paranoia: la falsa ilusión/falsa necesidad de tener control y seguridad, en un mundo inseguro y descontrolado por definición, cambiante pues, nos ha llevado al enloquecimiento masivo en prácticamente todos los aspectos de la vida (banco, virus, relaciones, capital, clima). Lo único bueno es saber que la situación es trabajable, sigue siendo trabajable, si podemos darnos cuenta que su origen está en nuestra propia mente.
Y para quien tenga la duda de qué pasó con mi banca en línea: esta mañana al fin pude entrar, no sin algún sobresalto en el proceso. No me sentí victoriosa, pero por lo menos, y de momento, me ahorré otra plática con otro ejecutivo.