martes, 10 de agosto de 2021

Historia de una planta 4









Yo a esta planta le digo la serpiente (o la culebra), por obvias razones. Además de su forma, tan de ella y tan de cactus, tiene una historia digna de contarse. Ella (o su madre o su abuela o tatarabuela) llegó conmigo más o menos cuando yo tenía la edad que en dos días cumplirá mi hijo, o sea, hará unos treinta tantos años. Estudiaba yo letras hispánicas en la facultad de filosofía y letras de la unam y tenía un mejor amigo, Miguel Ángel. Fue él, también amante de las plantas, quien me regaló el primer bracito (que seguro los botánicos denominan de otra manera). Yo calculo que para ese entonces ya vivía sola en mi pisito de la Narvarte.

Ya no me acuerdo en dónde la planté. Más bien creo que la dejé en la lata de aluminio donde Miguel ´Ángel me la dio. Así empezó nuestra historia juntas.

Luego vino mi mudanza a la Del Valle con Adrián. De ahí, Chimal y, finalmente, Cuernavaca, al búngalo en la calle de Narciso donde nació nuestro hijo. En esa casa teníamos una especie de patio interior que convertimos en jardín interior mientras esperábamos la llegada de Merengue (o sea, Santiago antes de ser Santiago). Y ahí alcanzo a ver todavía la latita con la culebra. No me acuerdo si fue entonces la primera vez que floreó o si eso fue en nuestra siguiente casa o en la siguiente. 

Después vinieron el divorcio y la mudanza a Ocotepec y la planta se vino conmigo. (Igual ya había dejado bracitos o hijos por ahí.) Y unos años después se mudó también a La Arboleda, donde llevamos viviendo ya 16. En algún momento, estuvo en una maceta de pared a la entrada de mi casa (la lata ya había pasado a mejor vida mucho antes). El hijo de una vecina, la tiró (quién sabe si con querer o sin él) y ella la trasplantó a una maceta normal. Creo que ahí empezó su caída en el olvido. En mi olvido.

De pronto, ya no tenía maceta, pero siempre quedaron unos bracitos por ahí, que yo, sin demasiado cuidado, colocaba en otras macetas más grandes. A veces prendían; otras, no. Pero nunca dejaron de andar por ahí, aunque, claro, en esa situación precaria no podían florear.

Luego me fui a España. Y regresé. Una de las maneras de ayudarme a aterrizar de vuelta a mi casa fue reconectándome con las plantas. 

Y en el balcón me encontré con la culebra olvidada. Estaba casi en estado latente. La rescaté y la puse en agua, donde echó raíces luego luego. La planté, bien plantada, en una maceta de pared que al poco tiempo, se desmoronó (ya tenía muchos años y el barro no aguantó el peso). Recogí los brazos de culebra y los replanté en dos macetas normales. Una, la que aquí aparece, se ha dado de maravilla. A la otra le ha costado un poco más (estuvo a punto de pudrirse), pero ahí va. A veces, cuando las riego, se desprende un hijo, y lo planto (bien plantado).

A Miguel Ángel lo volví a ver hace unos años, después de una larga ausencia. En esa ocasión me devolvió las tarjetas de estudio (a mano y de colores) que yo le había prestado un siglo antes para su examen de filología hispánica, y que él siempre conservó. Después nos ganó la ausencia otra vez. 

 








Fuimos amigos de feisbuc un buen rato, pero hoy que intenté etiquetarlo ya no lo encontré. Sin embargo, la culebra, en su nueva maceta y bien cuidada, ha vuelto a florecer, con estas preciosidades rojo sangre de cinco puntas. Y yo me acuerdo de mi amigo y me regocijo en el recuerdo de la amistad y en la persistencia de la vida.


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