Hace dos años, hubo un marzo también. (Claro.) Y fue un marzo extraño, quizá uno de los más extraños de mi vida. Estaba en Madrid. Y el mes empezó con los brotes de la primavera, que de aquel lado del mar sí que contrasta con el invierno.
Luego vino la marcha del 8M, donde participé junto a mi querida María Loherr, después de haber comido en su casa y haber sentido que el frío (¿el virus?) se me metía al cuerpo. Iban otras amigas que después dejaron de serlo. Y Atalanta tendría que haber estado. En un momento dado, nos salimos del evento y fuimos a beber y comer algo. Recuerdo que pedí una pizza con huevo estrellado, que resultó ser una delicia, a pesar de lo que pudiera pensarse.
Y luego, caí enferma, se cerraron las escuelas, se declaró el estado de alerta y se dispuso el confinamiento. Desde mediados de marzo hasta junio, la vida/mi vida transcurriría en el piso de Ana, con esporádicas salidas, a los contenedores de basura de reciclado, primero, y luego a las caminatas programadas de una hora, según la edad. Y entre otras cosas, hicimos huevos con caras para recordarnos que ya estaban cocidos y para escapar del encierro.
O soñábamos, más bien soñaba yo porque a Ana no le gustan los tendederos, con el mar.
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