Hoy empezó oficialmente la primavera y se está acabando marzo. Y se me pasó como agua. Recuerdo a Elis Regina y sus aguas de marzo cerrando el verano. Acá no hay aguas, salvo alguna tormenta esporádica, y lo que se cierra es el invierno, aunque en realidad no lo haya.
Pero las cosas cambian, eso siempre: el sol entra con una inclinación diferente y por lugares diferentes de mi casa; las jacarandas están casi en todo su esplendor, incluyendo la anciana que está al fondo del condominio y que veo desde mi balcón; el flor de mayo que criamos hace años Santiago y yo, y todos sus hijos, empiezan también a estar cubiertos de flores, con ese perfume tan singular, a casa de mi abuela Rosa y a mi casa hoy; hay más pájaros, que se empiezan a aparear, supongo, y han vuelto las golondrinas, que se regocijan tomando agua en la alberca; mi gata empieza a tirar más pelo y a echarse de panza sobre las losetas del suelo para refrescarse.
Y empieza el calor, que se irá poniendo cada vez más insoportable hasta que llegue el verano con sus lluvias. Y yo me había propuesto escribir más, pero se me cruzaron varios imprevistos: un pie torcido; un ojo intervenido con láser, que ha tardado en recuperarse más de lo esperado; una computadora portátil que llegó al fin de sus días, antes de lo esperado.
Y a principios de marzo, cuando quedaba casi todo el mes por recorrer, Santiago y yo hicimos un hallazgo. Al volver de casa de unos amigos, alrededor de la media noche, todo oscuro y en silencio, mientras nos disponíamos a abrir la reja del departamento, descubrí un bulto medio colorido sobre una de las hojas de la palma que está enraizada en la planta baja. Se lo señalé a él y me dijo que era un pajarito. Y lo era. Todo arrebujado sobre su hoja-nido-casa. Y entonces Santiago vio otro en otra hoja. Y yo intenté fotografiarlos. Y una imagen quedó bien:
Al día siguiente, volvimos a salir a ver si los veíamos al caer la noche. Y sí, ahí estaba uno que se espantó y se fue. Volvió más tarde. Pero desde ese segundo día no los he vuelto a ver. Se me antojan como una suerte de protectores pasajeros que emprendieron el vuelo hacia otros lares después de su visita. O quizá eran crías que crecieron y abandonaron el nido. Un regalo de marzo. Efímero como la vida misma.
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