lunes, 28 de marzo de 2022

otro zopilote

Los zopilotes han planeado en el espacio de este blog desde sus comienzos. Aquí y acá, de pasada. Mientras que en esta entrada, conté más de su presencia en mi vida desde niña y compartí las enseñanzas de mi abuela Rosa sobre la vida y la muerte. Luego, pasaron otra vez fugazmente un viernes santo y se hicieron poema durante mi estancia en Madrid, por allá a finales del 2019. Todavía del aquel lado del mundo, se colaron entre los mirlos propios de esas tierras y volvieron para el pasado San Miguel ya de este/mi lado del mundo.

Cuando paseo por el condominio en las mañanas, suelen acompañarme, más de cerca o más de lejos. Siempre andan rondando por ahí y a veces alcanzo a ver las plumas blancas que iluminan sus alas por debajo. Y hace unos cuanto días, tuve otro encuentro, casi del del tercer tipo. Después de comer en mi estudio, viendo alguna serie (Call me Kat, probablemente), me asomé por la ventana y vi cómo un zopilote aterrizaba en el pretil de la azotea del edificio a espaldas del mío. Para mí, algo inusitado. (Mi hijo me dijo que él había atestiguado el hecho un par de veces.)

Entonces, fui a mi cuarto por mi camarita. Claro. Y le saqué varias fotos allí, descansando. 


Y entonces pensé que, si me quedaba en mi puesto, esperando, seguramente el ave alzaría el vuelo y ese sería un momento único. Y lo fue.

Justo después, se le unía un compañero (o compañera) y ambos surcaron el cielo enfrente de mí con sus alas extendidas, hasta desaparecer. Y a mí me vino, como siempre, el recuerdo de mi abuela Rosa. Y con él y con ellos, la certeza de la muerte, inevitable como la vida.


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