viernes, 29 de abril de 2022

De colchones y el paso de la vida

La Academia define "colchón" como una  1. m. Pieza rectangular de un material blando o elástico que se coloca sobre la armazón de la cama o sobre otro soporte para tumbarse en ella.

y curiosamente indica que viene de la palabra "colcha", que a su vez es una 1. f. Cobertura de cama que sirve de adorno y abrigo.

Y una se pregunta qué fue primero, como en aquello del huevo y la gallina. 

También consigna 3 acepciones más que van de lo más concreto a lo más abstracto y que copio aquí por puro gusto:

2. m. Capa de materia blanda que cubre una superficieUn colchón de hojas.

3. m. Cosa que sirve para aliviar una situación difícilEncontró una excusa que le sirvió de colchón.

4. m. Margen favorable en algoEl equipo cuenta con un colchón de tres puntos.

Y un colchón es tanto más que esto. Es un repositorio de la vida misma. Una compañía fiel de la que casi ni nos damos cuenta. Un apoyo que damos por sentado sin reparar apenas en él. 

El primer colchón que recuerdo fue el que me acompañó cuando dejé la casa paterna a los 22 años. No sé si fue el mismo desde que empecé a usar una cama individual que había sido de mi mamá. Antes de aquello hubo una cuna, que cuentan que yo hacía caminar por el cuarto al mecerme sentada dentro de ella.

Aquella primera cama estaba acompañada de un buró y de un chifonier y tenía, creo, una gemela, con la cual se reunió en el "castillo" que mi papá construyó en Chimal. No sé de qué color serían los muebles cuando mi mamá fue niña, para a mí me los pintaron de blanco y dorado, el segundo para las flores tallados que adornaban el mueble. La cama tenía, además de la base, una piecera y una cabecera, en los mismos colores, claro.

Cuando me fui de casa de mis papás, después de haberme escapado a Cancún a ver a mi novio hindú poco después del terremoto del 85, me dejaron llevarme el colchón, además de mi ropa, unos libros y un huacal pequeño, pintado de rojo, que aún conservo. Mi primera parada fue la casa de Natasha, en Coyoacán.

Aún recuerdo con total nitidez a mi papá cargando el colchón por la angosta escalera del edificio hasta el tercer piso. En el trayecto golpeó y rompió una lámpara de un pasillo, no sé si más por torpeza o por angustia. Ni siquiera entiendo por qué se ofreció a cargarlo y a ayudar con la mudanza, después de que por segunda vez me había yo marchado de casa tras ser tildada de "puta". Ya no habría una tercera.

No sé exactamente cuánto tiempo pasé en Coyoacán, unos meses si acaso. De ahí me mudé a la casa adonde se había ido mi prima Marisa después del terremoto, en Copilco, pegadita a la UNAM. Y me llevé mi colchón. También una cobija de lana a cuadros cafés, unos más claros y otros más oscuros, y con líneas amarillas. Y un tigre de tela que vivía sobre la cama y cuyo nombre, que seguramente tenía, he olvidado. El huacalito rojo seguía haciendo las veces de buró.

Mi siguiente parada, muy corta y yo creo que sin muebles propios, fue en casa de mi primo Jose. Él y su familia me acogieron mientras quedaba listo el departamentito de la calle de Petén que (me) compraron mis papás y en donde viviría los siguiente 5 años. Ese espacio tenía una recámara pequeña, con un baño pequeño y un pasillo minúsculo donde estaba el clóset. Y tenía también una estancia pequeña, donde logré acomodar una sala y un comedor mínimos, y una cocina muy angosta donde cabía solo una persona. 

Y mi colchón individual ocupó su lugar sobre la alfombra de la recámara, una de esas que llamaban de nudos, de color gris oscuro. Mi tía Olga siempre me dijo que tener el colchón así era una mala idea si quería tener un novio serio. Un par de parejas fueron y vinieron, sin problema aparente con la cama sin base. Y después empecé a salir con quien se convertiría en mi marido. El colchón no pareció suponer un problema para él tampoco. 

Después de un par de meses, más o menos, desmontamos el departamento de Petén y me mudé a su casa. Él disponía de una cama matrimonial, con su colchón correspondiente, que se convirtió en nuestra cama. Había un armario a juego; ambos se los había dejado en resguardo un amigo muy cercano. Supongo que mi colchón habrá quedado en otra de las recámaras, que durante una época acogió a una sobrina mía que estuvo de visita, pero en realidad fue en ese momento cuando lo perdí de vista. 

Después de un tiempo, dejamos esa casa y esa cama y nos mudamos temporalmente al "castillo plano" que mi papá había construido en Chimal, en las faldas del Popo. Y compramos nuestro primer colchón. En realidad era un futón (o sea, carecía de resortes) y era tamaño queen. Supongo que queríamos un poco más de espacio personal en el lecho compartido. Durante la estancia en esa casa, también descansó directamente sobre la alfombra de la habitación principal.

Cuando nos mudamos a Cuernavaca y rentamos un búngalo, finalmente compramos una base de madera para el futón, de esas con tablas gruesas pegadas unas a otras y 4 cajones laterales. Fue en esa cama donde nació Santiago, ahí, en casa, en unas sábanas color lila tamaño king que me había regalado mi tía Marisa, un reciclado de su propia cama,  y que solo hasta hace unos meses acabé por desechar.

El futón y su base nos siguieron acompañando en dos casas más que compartimos Adrián y yo. Seis años después vino el divorcio y entonces la cama se vino conmigo. Ya él tenía su propia cama individual desde la época cuando separamos el lecho matrimonial. 

Primero llegamos, la cama y yo y mis otros muebles, a otro búngalo que renté en el viejo y querido Ocotepec, donde recuerdo que tenía unos clósets portátiles, hechos de tiras grandes de plástico transparente montadas sobre un armazón de tubos de plástico blanco y cierres. Los había comprado en el Sam's con la tarjeta o la compañía de una amiga.

Tres años más tarde, más o menos, nos volvimos a mudar al departamento donde llevo viviendo ya la friolera de 17 años. El futón y su base se instalaron en el dormitorio principal, el mío, que en alguna época fue "la alcoba de la luz anaranjada". O sea, que haciendo cuentas, el mentado futón había estado conmigo durante casi 30 años, quizás 29. Y la verdad es que ya se había puesto muy duro. En los primeros tiempos lo volteábamos cada tanto, pero era muy pesado, así que luego ya se quedó de un solo lado. Se le había empezado a abrir la tela y tenía esos mapas que le vida se encarga de dejar en los colchones. Y, sobre todo, ya no me dejaba descansar bien.

Así que hará cosa de unas semanas, y por segunda vez en mi vida, aunque esta vez sin cómplice, me compré un colchón nuevo, un sealy posturopédico, duro porque así me gustan y le hace bien a mi espalda. Y creo que, en efecto, he dormido mejor. Sobre todo he tenido unos sueños intensísimos: de amores pasados, de mentiras pasadas, de amistades extrañadas. Y la muy peculiar sensación, cuando me bajo de la cama, de que sigo en un sitio más alto de lo normal, porque el colchón nuevo es bastante más grueso que el anterior y me hace sentir que veo el mundo desde arriba.

Cuando vinieron a entregarlo, fue todo tan rápido que ni tiempo tuve de despedirme del viejo futón y agradecerle su compañía y su lealtad de tantos años. Su contención durante el parto y su contención para algunos encuentros amorosos a lo largo de los años. Quién sabe qué o a quién  acogerá el nuevo sealy posturopédico. Lo que es casi seguro es que en esta vida yo no volveré a comprar otro colchón  y como este es de color azul muy oscuro, quizás los mapas que quedan por dibujar ya no serán tan evidentes.


No hay comentarios.:

Publicar un comentario