YO nunca había visto un árbol de mamey hasta que llegué a Salto Chico, donde en realidad hay 2: uno al fondo del jardín, a la mitad entre las bardas que marcan el límite con terrenos los vecinos, y el otro a su izquierda. La verdad es que no les hice demasiado caso, pero eso sí, el año pasado disfruté, casi hasta el hartazgo, sus frutos: deliciosos, densos de un color hermoso, buenísimos recién abiertos o en un licuado con yogur y leche.
Hace unas semanas (no sé si llega a meses) el mamey principal de Salto Chico se enfermó y parecía estarse muriendo: perdía hojas, o las tenía lacias, y de frutos, ni hablar. Ruy estaba muy preocupado (qué le íbamos a decir la casera, que se supone que "visitará" su propiedad pronto). Yo no compartía tanto la preocupación, pero la verdad es que sentarme en la salita de afuera, junto a la alberca, y ver el árbol moribundo, era una vista desesperanzadora.
Entonces llego "el ingeniero", que no sé bien de dónde salió ni en qué es ingeniero, pero diagnosticó al árbol: las termitas se lo estaban comiendo. Le recetó unas inyecciones para combatir los parásitos, además de fertilizante y riego y, además, su cuota fue mucho menor que la de alguien más que lo vino a ver. Veamos si funciona el tratamiento, fue nuestra decisión como habitantes/usuarios de Salto Chico.
A los pocos días del tratamiento, el árbol estaba peor: se le cayeron todas las hojas que le quedaban y, además, su colega de al lado empezó a verse igual de mal. Y pasaron los días, cayeron algunos lluvias y el ingeniero le hizo un par más de visitas. Entonces le pregunté a Ruy cómo iba el paciente y me dijo que le estaban saliendo unos pimpollos en las puntas de las ramas: como chipotitos o protuberancias que, aunque no sabíamos identificar ni nombrar, eran, sin lugar a dudas, una señal de vida. Sí, sí, se alcanzan a ver, ahí están, exclamábamos y sonreíamos. Mientras tanto, el segundo mamey, solo fertilizado y regado, había empezado a mostrar signos de empeorar, pero a los pocos días también empezó a echar cogollitos en las puntas de sus ramas.
Hace un par de días, cuando llegué a Salto Chico, abrí la puerta que da al jardín para permitir que el aire fresco inundara la estancia y cuál no sería mi sorpresa al ver al mamey enfermo completamente reverdecido, lleno de hojas nuevas de un intenso color verde claro. Lleno de vida, pues. Fue una sensación total de alegría, de esperanza, un recordatorio de que la vida sigue, pese a todo. Y una prueba de que el ingeniero es un auténtico crac y se merece un monumento.
Y como dice Ruy: "Si el mamey pudo, nosotros también".
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