Allá, por fortuna, mi comadre, como cada año, había montado el altar con todas las de la ley. Además de lo mismo que yo había puesto, ella tenía juguetitos para los muertos niños, que llegaron el 31, y comida para los grandes (doña Macha, doña T y don Pepe) que llegaron ayer: camote y guayabas en dulce, fruta, tamales, pan de muerto y a las 3 en punto del día primero de noviembre, les llevamos arroz blanco con verduritas, mole rojo, frijoles y un chayote espinudo. Adrián llegó un pelín más tarde porque no encontrábamos su foto, pero llegó y le pusimos, además, unas ciruelas de las de hueso grande que creo recordar que le gustaban. También andaban por ahí la Chara y el Bon, perra y gato consentidos de Chimal. Hubo cohetes para recibirlos a todos y también tequila (para doña T y para Adrián) y mezcal y anís (que eran de don Pepe).
Me tocó a mí despedirlos a las 3 en punto del mero 2, acompañados por el sonido de las campanas de la iglesia, mientras María Eugenia, Yare y Santiago andaban en el panteón llevándoles flores a los papás de mi comadre.
Así una visita más de nuestros muertos.
Un recordatorio del ciclo de la vida.
Y de la muerte.
Y de nuestra danza continua entre las dos.