sábado, 11 de octubre de 2025

Mi papá tenía una kufiya


Mi papá tenía una kufiya y a veces la usaba. Yo creo que, en parte, quería escandalizar a sus amigos, mucho más conservadores. Pero, en otra, también la esgrimía como símbolo de un pueblo despojado: los palestinos. Porque mi papá tenía este sentido de justicia, como refugiado de la guerra civil española, como hijo de refugiados despojados de su país. Un hombre de contradicciones, sin duda, como todos.

Mi papá tenía una kufiya de las de fondo blanco bordadas en negro. Yo creo que se la compró a un vendedor, ¿refugiado?, árabe en Nueva York. En la calle, donde sobre una sábana blanca vendía kufiyas de diferentes colores y quizá otra cosas. Y mi papá hablaba de Yasir Arafat y de la OLP, la Organización por la Liberación de Palestina. (No los he escuchado nombrados en estos últimos años.) Yo creo que admiraba a Arafat. 

También apreció a Vanessa Redgrave, cuando en su discurso al ganar el Óscar como actriz de reparto en 1978 en la película Julia (la historia de su amistad con Lillian Hellman: uno de mis referentes de juventud) condenó a los sionistas y abogó por la causa palestina. Y mi papá lamentó el secuestro y asesinato de los atletas israelís durante las Olimpiadas de 1972 en Múnich. 

Mi papá tenía una kufiya con sus redes de pesca y sus hojas de olivo y las rutas comerciales o los muros de la ocupación y la montaña y el río y el mar. Y Runs, sobrino biznieto de mi papá, hoy tiene una kufiya de fondo blanco bordada en rojo. Con sus hojas de olivo y sus redes de pesca y la resistencia, la identidad y la unidad del pueblo palestino.

Mi papá tenía una kufiya y no era antisemita.
Hoy yo tengo unos aretes de sandía.











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