Llega todos los días alrededor de las dos de la tarde y se sienta en la acera, sobre un banco, supongo, que permanece escondido bajo su falda larga. Se recarga en uno de los árboles que sobrevivió al asfaltado. Con lentitud, saca todos sus productos y los dispone sobre una caja de madera o los deja en su canasta: tortillas (hechas a mano, por supuesto), tlacoyos, tamales y algunas frutas o verduras de temporada, probablemente cosechadas en su propia casa. Con la paciencia que le han dado los años, espera a que los clientes se acerquen. Algunos vienen caminando, otros estacionan su coche junto al puesto, sin importarles convertirse en un obstáculo para el tráfico sobre la calle.
-Buenos días.
-Buenas tardes.
-Sí, ¿verdad?, ya son tardes... Me da dos docenas de tortillas, por favor. Y ¿de qué son los tlacoyos?
-Chales, frijoles y requesón. Vienen surtidos.
-Póngame una bolsita, entonces.
-Y qué calor está haciendo ya...
-Sí, parece que ya se soltó...
-Y antes teníamos frío y ahora no nos aguantamos el calor.
-Y eso que apenas empieza...
Me despido pensando qué sería de nuestros encuentros cotidianos si no tuviéramos un clima cambiante a nuestra disposición para iniciar, seguir o concluir una conversación...
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