Como toda
la vida, a ti te toca ir a comprar la dichosa mona; antes de misa sería el
mejor momento. Ni sueñes con saltarte la ida a la iglesia, como hacías de
joven. Bueno, la verdad es que de unos años para acá ya no se te ocurre escaparte.
Hacía sentido en vida de tu madre, pero muerta doña Ángela, muchas cosas han
dejado de tener importancia. La última fotografía que le hiciste con tu cámara,
cuando tenía el pelo todo blanco y la mirada apagada, ocupa el sitio
predominante en el librero del salón. No podría ser de otro modo, aunque
siempre esté cubierta de polvo, igual que las madreñas y la colección de platos
de cerámica que la custodian, justo debajo de los libros viejos de tu padre, que
desde su deceso descansan a perpetuidad en las baldas superiores del mueble.
Así viven también, empolvados y muertos de fastidio, los paisajes asturianos de
montaña y las marinas mediterráneas colgados sobre la pared de la habitación.
Solo hay un cuadro que tú limpias cuando tu hermana Helena y Hortensia, tu
mujer, no se dan cuenta. No sabrías cómo explicar tu celo por mantener ese
grabado libre de tierra, protegido del paso del aburrimiento. Solo tú sabes que fue el último regalo que te
hizo Andrea, la prima mexicana, tu primer amor y el único, de eso no hay
duda, pero tampoco lo sabe nadie. Ella te envió la estampa en blanco y negro por
mensajería a principios del año, por tu cumpleaños. Ordenaste el marco y el
passepartout por internet, aunque al ahorrarte el viaje a la tienda, te tuviste
que conformar con una cubierta de plástico en vez de un vidrio. Hoy esas
montañas de México miran en silencio el discurrir pegajoso del sobreático, el
hogar de tus padres en el ensanche barcelonés. También ha sido el tuyo desde tu
nacimiento.
—¿Fernan,
te vas o no a por la mona? —te dice Helena, disfrazando de pregunta su mandato.
—Ya va a llegar la niña.
—Solo
me falta calzarme —le respondes, entre avergonzado y molesto. Sabes que a Lena
le gusta tener todo a punto antes de la llegada de su ahijada. Ejerce de madrina
un par de veces al año y esta celebración es la más importante. Tu madre le
enseñó a no abandonar nunca sus obligaciones, sobre todo las religiosas.
Hortensia, por su parte, se levantó temprano para arreglar la casa —más de lo
previsto para un fin de semana cualquiera— y estar lista a tiempo para irse a
misa. No tolera perderse ni un minuto de la celebración dominical, menos aún si
es el festejo de la Resurrección de Cristo. Te deja en tu habitación el
portátil, la cazadora y el estuche para gafas que suelen ser parte de la
decoración cotidiana del comedor. Esconde unas bolsas de plástico en un cajón y
retira de la mesa la cubierta afelpada de hule. Hoy toca mantel de verdad.
Los
pies te pesan más que de costumbre. No puedes prescindir de tu gastado jersey color
vino porque la primavera aún no acaba de decidirse. Es increíble que lo sigas
usando después de treinta años. Lo cierto es que ya te queda bastante ajustado,
pero te hace ilusión conservarlo. Lo estrenaste el año en que conociste a
Andrea. Este día en particular no querrías ponerte otro, aunque tienes
muchos de donde escoger: no en vano año con año para Reyes, Helena u Hortensia
añaden uno nuevo a tu muestrario. Pero hoy necesitas sentirte cerca de Andrea,
aunque nadie lo sepa, ni siquiera ella. Hace un año reiniciaste la tradición,
perdida durante más de cuatro lustros, de mandarle un regalo de cumpleaños.
“Esperemos que tu 51 aniversario sea el último en que estemos unidos por la
distancia”, le escribiste en la dedicatoria del libro que atravesó el Atlántico
en aquella ocasión. No solo eso, sino que osaste anticipar lo que sucedería
doce meses después: “Cuántas ganas de que tu 52 aniversario lo podamos celebrar
compartiendo un gran beso matinal, dulce y prolongado”. Por supuesto, te es
imposible olvidar la fecha, a pesar de que ahora ningún obsequio haya cruzado
el mar. Encima, este año el cumpleaños de Andrea coincide con la Pascua. Hoy las astillas que tus promesas rotas les dejaron en el
corazón a ti y a ella les escocerán otra vez.
—¿Quiere
que lo acompañe y de paso compramos lo que falta para la comida? —te pregunta
Hortensia, que se ha quitado el delantal para lucir uno de sus dos vestidos de domingo.
(Ya siete años y no te acostumbras a que te siga hablando de usted.)
—Prefiero
ir solo —le respondes sin voltear a verla. —Casi mejor te quedas por si se le
ofrece algo a Helena.
Te
sientes tentado a hacer una parada en el despacho. Solo es cuestión de apearte
del ascensor en el primero, abrir subrepticiamente la puerta, descolgar el
teléfono y llamar a Andrea del fijo. Desde el móvil te saldría demasiado caro.
Pero las piernas solo responden ante el camino seguro y familiar. Para qué
volver a agitar las aguas. Como sentenció tu madre tantas veces: “Más vale malo
conocido…”. Alcanzas la puerta principal del edificio, sales sin saludar al
vecino del segundo, te diriges hacia la Pastelería Escribà, la de la Gran Vía.
Doña Ángela no te perdonaría si acudieras a otro establecimiento. Pero cuando
llegas te sigues de largo. Estás hasta el culo de comprar monas y huevos de
chocolate. Que se jodan, Helena, Hortensia, y la niña.
Pero
no te agobies, mañana seguro encontrarás la manera de disculparte con tu
hermana. Será Lunes de Pascua, un festivo más. El aniversario de Andrea habrá
concluido. Y a Hortensia nunca has
necesitado darle ninguna explicación.