martes, 12 de noviembre de 2019

sueños 17 y 18.


Anoche volví a soñar, en cama ajena, en casa ajena, en continente ajeno.

El primer sueño que recuerdo de este lado del Atlántico fue bastante aterrador: Estaba en México, en Morelos, y me emocionaba ante una vista preciosa, brillantísima y nítida, del Tepozteco. Cuando pensaba en ir por mi cámara, comenzaba un terremoto (o algo parecido). Todo se movía y había un alud de tierra y piedras que se llevaba todo por delante. Yo iba sobre una piedra, en una suerte de montaña rusa espeluznante, a una velocidad aterradora. Había más personas conmigo, pero sobresalía entre ellas Alejandra, directora de la primaria en la escuela donde trabajaba en Cuernavaca. Una vez que el movimiento terminaba, mirábamos hacia atrás, que resultaba ser hacia arriba, y veíamos la ruta de la destrucción y nos preguntábamos cómo podríamos hacer el camino de vuelta, si es que había camino de vuelta. Cuando empecé a preguntarme, además, cómo encontraría a mi hijo, me desperté (por fortuna) y, calificando mi sueño de pesadilla, decidí moverme, incluso levantarme, para después volverme a acostar del lado opuesto del cuerpo para evitar retomar la pesadilla.

Anoche, en cambio, el sueño fue más plácido. Estaba en casa (que no era mi casa, claro). Por ahí andaban Santiago y las gatas. Y entraba un colibrí, más grande que los colibrís comunes y de colores más bien pastel, pero tornasolados. Lográbamos, no recuerdo bien si Santiago o yo o ambos a la vez, atraparlo y sacarlo fuera del cuarto (parecía más bien una terraza). Pero el colibrí volvía a entrar. Quería estar con nosotros (o acompañado al menos). Nos preocupaba que alguna de las gatas, la Khandro sobre todo, pudiera atacarlo. Volvíamos, pues, a agarrarlo. Entonces yo lo sostenía entre mis manos, para protegerlo del instinto felino, e intentando no lastimarlo. Y pensaba que necesitaba beber agua. Santiago quería darle caldo de frijol y yo no me lo podía creer y le decía que no, que eso le provocaría gases. Que necesitaba agua agua. ¡Por dios!

Y entonces llegaron los crujidos del piso de madera de casa de Ana y no supe qué fue del colibrí.

Quizá esté mi inconsciente procesando así los cambios.
Quizás.

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