martes, 26 de mayo de 2020

Mirlos


Desde mi llegada a Madrid, he desarrollado gran fascinación por las aves. Es una vocación poética más que ornitológica, que nació hace mucho en México, pero allá las conozco mejor, aunque nunca dejo de perseguir zanates y zopilotes. Al llegar acá empecé a conocer pájaros nuevos, propios de estas tierras. Por este blog, y por mi ventana, ya han pasado urracas, torcazas, gorriones y vencejos, compañeros apreciados, en especial durante el confinamiento.

Y entonces empezó la «desescalada»: las salidas, los paseos. En uno de ellos caminé por El Viso, un barrio residencial cerca del Bernabéu, que parece más un sitio vacacional que una urbanización. Poca gente. Mucha vegetación. Casas enormes. Y muchos pájaros.

En algún momento de la caminata, escuché un trino muy llamativo y elevé la vista. En el follaje de un árbol, descubrí un pájaro negro con el pico anaranjado (y lo fotografíé, claro): 

















Otro día, caminando por Padre Damián hacia Plaza Castilla, volví a ver otro pájaro igual:

















No sabía a quién preguntarle sobre mi hallazgo. (Mi anfitriona no tiene la menor idea sobre aves ni demasiado interés tampoco.) Hasta que se me ocurrió la gran idea de guglear «pájaro negro con pico anaranjado en Madrid» y descubrí que eran mirlos, una de las nueve aves básicas urbanas, según esta página. Ni más ni menos.

No estoy segura si volvería a reconocer su canto (encontré varias grabaciones en youtube). Quizás sí. Y me acordé de mi amiga Berna, que ha escrito sobre mirlos y la época en que nació su hijo.


Ahora ya puedo ponerles cara. O nombre, según se vea. Hacerlos un poco míos que es continuar mapeando mi estancia de este lado del mar. Reconociendo lo que antes me era ajeno. Estableciendo vínculos con este entorno que se vuelve menos nuevo y más hogar. 
Con la conciencia de que pronto también quedará atrás.


sábado, 23 de mayo de 2020

coronaHallazgo 5


Shantideva fue un maestro budista, que vivió en la India entre los siglos séptimo y octavo de nuestra era. Sus enseñanzas han seguido resonando a través del tiempo, gracias a los maestros vivos de la tradición de Buda Shakyamuni.

Una de sus máximas, expresada de diferentes modos, plantea en esencia dos circunstancias y dos preguntas, en las cuales podría resumirse cualquier situación vital:


Si puedes hacer algo al respecto, ¿para qué te preocupas?
Si no puedes hacer nada al respecto, ¿para qué te preocupas?

Algo tan simple, tan profundo, tan de sentido común es mucho más difícil de poner en práctica que de decir, sobre todo cuando la propia salud, por ejemplo, es la que está en el ojo del huracán. Pero el hecho es que si podemos contactar experiencialmente, aun durante un solo instante, con la sabiduría de estas palabras, el alivio es total.

Hace un año me operé de una catarata en el ojo izquierdo. Me recuperé muy pronto porque, en palabras de mi doctor, era yo «muy joven». Cinco meses después, me vine a vivir a Madrid. A principios del 2020 empecé a notar que veía menos bien con el ojo operado. Hace una semana, las letras me empezaron a aparecer con un fantasma alrededor.

Entonces llamé a mi doctor de México, quien me dijo que consultara, con cierta urgencia, a un colega de él acá. La deformación en la visión parecía apuntar a un problema, más o menos grave, en la mácula que tenía que atenderse «ya».

Y a la voz de «ya» mi mente se puso como loca. O lo intentó. Y en el intento, se acordó, me acordé, de la enseñanza de Shantideva. Sí podía hacer algo (consultar a mi doctor y buscar al colega en Madrid). Mientras iba a la cita, no podría hacer nada más. Y durante un instante, vislumbré y viví la posibilidad de no preocuparme. Y sí, momentáneamente, dejé de sufrir (o de infligirme sufrimiento).

O sea, me di cuenta, en la experiencia y no solo en la razón, que si, en efecto, ponía mi atención en lo que podía hacer y en lo que no, la preocupación resultaba innecesaria. Y si lograba no alimentarla desaparecía por sí misma. Y eso es lo que se llama liberación o trascendencia del sufrimiento.

Fue como verse abrir una rendija en mi mente neurótica por donde pude ver y sentir el espacio, vasto e inabarcable, que es la naturaleza de la mente misma. El miedo no desapareció, pero fue mucho más manejable hasta llegar a la consulta médica, preparada para lo peor, pero abierta a lo que hubiere.

Lo que hubo, por suerte, fue mucho menos grave de lo previsto (una opacificación de la cápsula posterior del cristalino, achacable a mi «juventud» y tratable con un procedimiento sencillo).
Y la epifanía (auspiciada por el confinamiento y el coronavirus) fue un regalo, del Buda, de Shantideva, de Ponlop Rinpoché, mi maestro, de mi propia mente.
Gracias.

jueves, 21 de mayo de 2020

la compra 5


Un amigo me dijo ayer, vía correo, que le sorprendía que no hubiera yo vuelto al súper, pues no he escrito nada más al respecto. Así que aquí voy de nuevo.

Ayer fui mi primera salida oficial con mascarilla (para pasear por la calle no me la he puesto). Iba al herbolario y al súper, así que ni modo. Combinada con los lentes oscuros, evité que se me metiera a los ojos.

Cuando llegué al herbolario, había una persona dentro y una fuera. Esperé.

La de dentro, mi tocaya por cierto, salió, y la otra señora y yo entramos. Podíamos estar respetando la distancia de seguridad. Ella no compró nada, más bien iba a preguntar sobre ciertos productos y se fue razonablemente rápido. Yo, mientras tanto, tomé lo que quería: miel de abeja y té para  dormir. Los puse en el mostrador. Como mi tarjeta es de México, la tengo que meter a la terminal y la toqué ¡sin guantes! En cuanto acabé, la dueña del lugar desinfectó el chisme. Creo que sonreía. Yo, también aunque no se notara. Hablamos sobre la incomodidad de las mascarillas, claro, y el calor, pero sin exagerar las quejas.

De ahí me fui al súper. Parecía que una chica, sin mascarilla, hacía cola afuera, pero resultó que fumaba y me dejó pasar. Un señora mayor se metió antes de mí, pero casi inmediatamente entré yo también.

Todo bien. «Normal.»

Al volver a casa, me encontré con Ana, que recibía la compra que cada semana le trae su sobrina. Entonces me quedé a ayudar con las bolsas. Ya en casa nos dispusimos a la tarea de desempacar, lavar y desinfectar: yo, frutas y verduras; Ana, los procesados.

Para estas alturas de mi estancia en su casa, ya logré que los millones de bolsas de plástico no se tiren. Ahora se lavan y se guardan para reciclarlas (juntando basura, por ejemplo). Pero hoy, me horroricé al ver su reproducción implacable: 5 bolsas grandes y 9 más pequeñas en que venían 2 berenjenas, 2 manzanas, 4 alcachofas, 1 aguacate y poco más (los víveres más o menos esenciales de una semana para dos personas). Entonces se me ocurrió proponerle a Ana que le demos a su sobrina tanto bolsas grandes como pequeñas para reciclarlas en la siguiente compra en lugar de que cada vez nos traiga nuevas.

Me dijo que la chica no lo haría. Le dije que sería cuestión de pedírselo. Me dijo que eso ya no era su negociado. Le dije que sí lo era porque el planeta era de todos. Me dijo que ella ya hacía suficiente por los demás y no iba a hacer más. Le dije que yo se lo pediría a la sobrina (quien por feisbuc me dijo que ok). Y me callé, claro.

No deja de asombrarme (y, sí, de sacarme de onda por completo) esta sociedad primer mundista que no sabe más que mirarse el ombligo y vivir para preservar una comodidad, centrada en un consumismo atroz, a costa de lo que sea, ignorando olímpicamente al resto de la humanidad.


Y también lo que me refleja sobre mi propia manera de mirarme el ombligo, perseguir la comodidad e ignorar a los demás.

(No sé si a mi amigo le gustará esta entrada y me disculpo de antemano,
pero es que hay lo que hay.)

domingo, 17 de mayo de 2020

n u b e


Del lat. nubes.

1. f. Agregado visible de minúsculas gotitas de aguade cristales de hielo de ambos, suspendido en la atmósfera y producido por la condensación de vapor de agua.

En toda su literalidad, esta definición se acerca a la poesía. También podría ser un microrrelato. Así les pasa a los académicos a veces, aunque ni cuenta se den (o alguno, tal vez, sí). 

También es verdad, que las nubes son mucho más. Y nada. También.

Compañeras de confinamiento, por ejemplo. O esperanza de agua. Miedo de tormenta. Panza de burro.

Promesa de caricia en tiempos de sequía. Como cuando sales a pasear una hora, en tu hora, no más allá de un kilómetro de tu casa y de pronto esa nube que ni notaste suelta unas gotitas mínimas sobre tu rostro ávido. Promesa cumplida.

Y sucede que en un paseo de esos, ya vas de vuelta a casa, bajando por Concha Espina hacia el Bernabéu, y en el cielo hay una nube iluminada por el sol de tal manera que se le han irisado los bordes y puedes, quizá por primera vez en tu vida, ver que está hecha de agua. De esas gotitas que se condensaron a partir del vapor.

Y la fotografías, claro, porque salir con tu camarita rosa e ir de cómplices por el mundo es una de las maneras que tienes para no perder la locura.







viernes, 15 de mayo de 2020

Invitada: Renata Rodríguez


Hoy, en Mëxico, es el Día del Maestro. (Y aquí el de San Isidro.)
Hoy recuerdo a mi tía Olga, que siempre me felicitaba.
Hoy lo celebro compartiendo el texto de una alumna con cuyo grupo trabajé en línea hace unos días
(invitada por su maestro actual).
Les pedí que escribieran lo que sucede en su ventana
(al estilo de lo que yo he hecho aquí hace unas semanas).
Escribió estos versos que me encantaron.


Cosas que suceden en mi ventana


• Realizo mi obra, mientras en el cielo esplendoroso veo a las aves planear a lo lejos.


• Los pinos se tambalean a un ritmo melancólico.


• Las nubes, sentimentales, dejan caer un aluvión de lágrimas. Inconfundible aroma a petricor.


• El melifluo sonido de las flores del tulipán africano al chocar con el viento.


• Al cielo solo lo describe esa palabra de origen balinés: ramé.


jueves, 14 de mayo de 2020

coronaHallazgo 4

aversión


Del lat. aversio, -ōnis.
1. f. Rechazo o repugnancia frente a alguien o algoAversión A los espacios cerrados, HACIA las serpientes, POR la impuntualidad. 

En las enseñanzas del Buda, la aversión es uno de los tres venenos responsables de que siga girando la rueda del sufrimiento, el samsara. Los otros dos son el deseo o apego (lo contrario a la aversión) y la ignorancia (la fuente de todos los malentendidos).

En los años que llevo estudiando y practicando en esta tradición, he leído innumerables textos al respecto. He escuchado n enseñanzas de mi maestro y de otros maestros al respecto. He hablado sobre ello con compañeros y amigos en el camino. Pero me faltaba aunar, a mi entendimiento racional, el experiencial. Y la pandemia/confinamiento/cuarentena me lo regaló.

Después de días y semanas de estarme peleando, internamente (en mi mente, pues) con mi anfitriona, buscando y encontrando cualquier pretexto para criticarla, juzgarla, rechazarla, llegó un momento, acostada en la cama una madrugada, en que, de pronto, me di cuenta de que todo eso que experimentaba en mi interior (y que por supuesto me producía sufrimiento) no era sino la aversión en todo su esplendor. Y era mía, producto de mi propia mente, una actitud que desde tiempo inmemorial me ha hecho sufrir, como a todos los demás seres.

Fue una revelación. Una epifanía, como diría mi hijo.

Sentir la aversión en la piel, en los huesos, en la respiración y reconocerla fue el primer paso para empezar a soltarla. Para empezar a deshacer el nudo que mi mente confunde con un mecanismo para lidiar con el estrés y la incertidumbre, cuando, en realidad, solamente los hace mucho peores. 

No es que me haya curado del todo, pero a partir del momento en que pude empezar a relajarme, empecé a detectar el veneno antes de que haga todo su efecto, empecé a permitir que la constante lucha se desvanezca, transformándose en un espacio donde caben otras posibilidades, como la compasión o la gentileza.


También entendí aquello de que cualquier persona, ser o situación puede ser tu maestro si tienes el valor de relacionarte con él o ella desde la apertura.
No sé qué haría sin el dharma en mi vida.
Habría enloquecido seguro.

(Gracias al Buda
por transmitirnos estas enseñanzas. Gracias a mi maestro
por ofrecérmelas
con la paciencia y el amor necesarios para que lleguen a hacerme sentido.)

miércoles, 13 de mayo de 2020

coronaHistoria en México


Una paciente me contó hace unos días una historia marcada por el coronavirus en México. Lloraba mientras lo hacía. Y yo tuve que hacer un esfuerzo para no unírmele. Con su permiso, la cuento yo aquí en mis palabras, con el anhelo de que el sufrmiento termine para todos los seres y encontremos la felicidad verdadera.


L. y E. se casaron hace varios años. Él es unos 12 o 15 mayor que ella. Siempre la ha querido muchísimo. La cuida. La procura. Le pide su opinión, aunque en el fondo no deje de ser un «autoritario benevolente». Pero en sus ojos se nota cómo la quiere. Y ella a él. Han sido felices, en su casa en un barrio en las afueras de la Ciudad de México.  Tienes tres hijos, de 8, 6 y 4. Ella no ha vuelto a trabajar aún. Ojalá no tarde mucho en hacerlo.

Comparten pared con un tío de él. Hace unos días, internaron al tío en el hospital. Nunca lo volvieron a ver. Les dijeron que murió a causa de la infección por coronavirus. Solo les devolvieron la urna con sus cenizas.

¿Y si no fuera mi tío? ¿Y si se están robando los cadáveres? ¿Y si el virus este es un invento? Dudas y preguntas sin respuestas. E. no cree que el coronavirus exista. Le han mentido toda la vida. Desde hace más vidas. No tiene confianza en el gobierno. Pero empieza a tener síntomas respiratorios.

Va a un primer médico. Le dice que tiene un cuadro que coincide con el de la infección por coronavirus, que debería hospitalizarse. Él se niega. Va a ver a otro médico. Le dice que no es coronavirus. Él decide creerle a este médico.

A los pocos días, E. muere. Andaría por los 50 años. 

Deja sola a L, que está destrozada. Deja solos a sus hijos, que están desamparados. La más pequeña no quiere volver a su casa y se queda en casa de la tía viuda. A E. lo velan durante dos días. No quieren cremarlo. Quieren acompañarlo. Enterrarlo. Después, empiezan los nueve días de rosarios con la participación de toda la comunidad. No creen en el coraonavirus. Necesitan las tradiciones y el contacto para lidiar con tanto dolor.


Mi paciente, tía de L., logra impedir que sus familiares vayan a la Ciudad de México. Quiere evitar que la infección llegue a su pueblo, donde ya hay un cerco sanitario, organizado por la gente, para protegerse. Organiza a sus parientes para que le escriban wasaps a L. y la acompañen, de lejos, en este trance. Llora mucho mientras me lo cuenta y reflexiona sobre la necesidad de ir más allá de los juicios y los estereotipos, de la necesidad de tener sensibilidad cultural, conciencia de las diferencias y de la historia, al gestionar las medidas sanitarias.


domingo, 10 de mayo de 2020

Ene o



Autorretrato en palabras (3)


Entre Almodóvar y don Pelayo




Odio las películas dobladas tanto como amo el cine. Mi cinta favorita, sin lugar a dudas, es Todo sobre mi madre de Almodóvar porque me encontré con versiones impecables tanto de mi madre (tan fría como la madre de la hermana Rosa) como de mi padre (tan ambiguo como Lola, el padre de los dos Estebanes). Pareciera que el cineasta los hubiera conocido. Y porque me encontré conmigo misma y con la posibilidad de dejar el pasado atrás yendo a por él. Una, dos, tres, quince veces. Porque me reencontré con Barcelona tomada de la voz de Ismaël Lo. No entiendo cuando alguien dice que Almodóvar es un producto español para extranjeros.
         Tampoco llegué a saber si a mi padre le gustaba Almodóvar. Sospecho que no. Le habría resultado muy confrontante. Yo fui al cine sola a ver Átame cuando todavía vivía en el piso familiar. Creo que fue mi segunda peli sola. La primera fue, seguro, Una giornata particolare. Y sé también, sin lugar a dudas, que la afición por el cine me viene por vía paterna. Recuerdo cuando mi papá me llevó (nos llevó: probablemente a mi hermano y a mi mamá, también) a ver Jesus Christ Superstar. Yo tendría nueve o diez años, tal vez doce o trece, y estaba muy avergonzada porque él me había dado la misión de sacudir su colección de perros de porcelana que vivían dentro de una vitrina y yo, sin querer, por descuido o por torpeza o porque la vida es así, rompí un bóxer, que se quedó cojo y yo, sin aliento. Pero no me castigaron. No esa vez. Y lo agradecí. Quizás tendría que haber agradecido menos.
         Hoy voy al cine cuando menos una vez a la semana. A veces dos. A veces sola; otras, acompañada. Incluso llego a hacer una función doble. Extraño ir con mi hijo. Veo de todo, desde la última de Star Wars hasta Mujercitas o Sobre lo infinito. Lloro bastante y me acuerdo de mi padre a quien le habrían gustado Mientras dure la guerra o La trinchera infinita. Dolor y gloria seguro no. Demasiado fuera del clóset (o del armario, como dirían acá). Su vida, nuestra vida, fue de secretos y mentiras. Y de abuso. De mí.  De mi hermano. Él mismo debió de haber sido víctima, en su momento, y así hacia atrás, quizás hasta el mismísimo don Pelayo. Yo lo supe cuando di a luz, pero lo volvía a guardar, bajo siete mil llaves. Pero salió, por suerte, por goteo, como el suero de un enfermo. En varias terapias. Y por goteo se ha ido curando también. Lo más doloroso y confuso era la mezcla con el cariño. El único claro en mi infancia, en mi casa, y resultó ser turbio. Fue mi tía Olga quien me salvó la cordura, hasta donde pudo, con su presencia constante, aunque no pudiera dejar de ser un poco cómplice por el enorme miedo a un nuevo rechazo.
         Qué escena cuando Manuela se encuentra a Lola en el funeral de Rosa y le dice que tuvo un hijo, que ese hijo ha muerto y a Lola se le escurren los mocos y le pide perdón. Ojalá mi padre me hubiera pedido perdón.

sábado, 9 de mayo de 2020

Vencejos


Los vencejos son seres asombrosos. Irreales casi. Casi fantásticos.

Yo nos los conocía. Los había leído en algún relato en un taller cuando yo vivía del otro lado del mar. Pero entonces, vencejo no significaba mucho. Más bien casi nada. 

De este lado llegan con la primavera, aunque la primavera no exista.

En los largos días junto a mi ventana, de tarde, descubrí unas aves que volaban muy alto en el cielo azul o sobre las nubes. En círculos. Como bailando. Y me fascinaron.

Luego, en el diario de confinamiento de un poeta, me encontré vencejos y pensé que quizás mis aves vespertinas podrían serlo.

Los busqué en gugle. Les saqué fotos. (O lo intenté, que es muy difícil fotografiarlos: por la lejanía, por el movimiento, porque son vencejos.)

Alguna silueta que logré captar resultó parecida a las siluetas que gugle me mostró. Y luego está aquello de que los vencejos hacen todo volando, salvo anidar, así que me dije que sí, que debían ser vencejos.

También supe que en España son aves de temporada. Que anidan en los aleros de los tejados. Y comen insectos.

Y entonces casi cada tarde los espero. Los miro. Intento fotografiarlos de nuevo (a veces tirada en el piso panza arriba y mirando la ventana al revés). No he tenido mucho éxito, hasta hace un par de tardes que varios se colaron, por fin, en el campo visual de mi camarita rosa: 





 Amo a los vencejos.
Aunque ellos no lo sepan.


viernes, 8 de mayo de 2020

coronaHallazgo 3


Toda esta mañana he tenido una suerte de escalofríos. Como si una corriente eléctrica, suave pero constante, me estuviera recorriendo el cuerpo a ras de piel. El corazón iba algo acelerado. Y las lágrimas esperaban el menor pretexto para asomarse.

¿Qué ha sido diferente en este día de (casi) confinamiento?

El ambiente en el piso. Ana amaneció de malas, supongo. En todo caso no hablaba casi. No interactuaba casi. Ya lo de sonreír es una utopía. (Y ni hablar de un abrazo, claro...)

¿Y yo por qué reacciono así? ¿Por qué mi piel y mi cuerpo y mi corazón reaccionan así?

Porque se me revive un estado de alerta (de alarma, casi) que caracterizó mi infancia toda. Porque mi mamá era así: impredecible, indescifrable, inalcanzable. Y yo me pasé  años intentando predecirla, descifrarla, alcanzarla.

Hoy ya no tengo que hacerlo, ni con ella ni con Ana. Ni con nadie, en realidad.
Hoy reconozco lo que me pasa. 
Lo miro. Lo siento. Y, así, lo puedo soltar.
Es como una cicatriz que arde un poco. De pronto. 
Pero si la reconozco, sin echarle leña a su fuego, se vuelve a calmar.
Una oportunidad más de sanar durante la cuarentena.

jueves, 7 de mayo de 2020

Invitado: Kike Parra

Ayer tarde, Bárbara y yo probamos la nueva normalidad cuando salimos a pasear. La normalidad 1 es que seguimos paseando cogidos de la mano. La normalidad 2 es que hay bastantes personas que te miran fijamente a los ojos si no llevas mascarilla, esperando a que te des cuenta de “tu error”.
Fuimos por el barrio. Pasábamos por delante de las persianas cerradas de los bares. Leímos un cartel informativo de la antigua normalidad: “Aforo 92 personas”, y nos hizo mucha gracia. Al poco, nos topamos con un amigo. Ya no nos abrazamos y dejamos un metro y pico de separación entre nosotros —a esa distancia, las personas parecemos más pequeñas—. Plantados en mitad de la plaza, charlamos de lecturas, de trabajo, de maneras de adaptarse. Los temas surgían mientras nos preguntábamos si estaba permitido hacer algo así. No queríamos que terminase ese encuentro –el primero en casi dos meses con un amigo en persona—, así que decidimos alargarlo con unas cervezas frías del supermercado.
Seguimos el paseo por el barrio.
Bebíamos extasiados como los poetas y, a la vez, con el temor de que se nos escaparan las palabras y alguien, desde su balcón, nos lo recriminara. Caminábamos por la acera como en una relación de tres amantes en la que siempre hay dos que quieren ser ecuánimes con el otro. Llegamos hasta un cruce donde había un par de bancos de madera enfrentados. Bárbara y nuestro amigo se sentaron en el mismo, yo en el otro. Nos terminamos las cervezas. Él telefoneó a su mujer para decirle dónde estábamos y lo que hacíamos, que se uniera. Al rato, ella vino con más cervezas y un paquete de papas. Se sentó en el otro extremo del banco en el que estaba yo. De vez en cuando nos volvíamos hacia atrás y a los lados por si venía la policía.
Pasó la policía por la calle paralela. Pasó la policía por nuestro lado. Nos levantamos apresuradamente como esas abejas que revolotean por la lavanda cuando te acercas. Se fue la policía y la nueva normalidad vino para quedarse.
Quieres hacer las mismas cosas que antes, pero llevas un par de marchas menos. Es como si un cirujano quisiera practicar una incisión a la altura del hígado y utilizase un cuchillo de untar mantequilla en vez del bisturí. Al final llegas adonde quieres llegar, pero más tarde.
En la nueva normalidad es distinta la luz que hay en el hueco que se forma entre las personas. Es distinto el sonido de las calles. La comunicación visual va a cambiar. A veces te encontrarás mirando las zapatillas que lleva la otra persona porque la perspectiva te lo permite. Habrá que tener más cuidado con las braguetas desabrochadas. Fumar estará bien visto y el humo quedará lejos. No te extrañe que levantes el brazo y lo extiendas, como cuando lo acercas a una ventana para cerciorarte de que tiene cristal. Esa es la nueva normalidad. Te van a entrar ganas de acariciarle la mejilla al de enfrente, hay algo de tristeza inevitable.


martes, 5 de mayo de 2020

domingo, 3 de mayo de 2020

Hoy










Hoy salí a la calle a eso de las 2 de la tarde, que por edad no es mi hora, pero necesitaba sol. Entonces me llevé la basura de cartón y papel para tener el pretexto de ir al contenedor. Una vez cumplida la tarea y con el bote en la mano, tomé el camino largo a casa, o sea, caminé un par de cuadras y volví por la otra acera. Y me encontré arbustos con racimos de flores blancas de olor delicioso. Y las olí. Y las fotografíe. Y también otras flores, de pétalos blancos y centro amarillo, a ras de piso. Viví un rendija de primavera y recordé cuán feliz soy afuera. Me di cuenta de que no me he convertido ni en agorafóbica ni en claustrofílica. Solo lamenté no poder ir más lejos y celebrar, por ejemplo, el día de la madre con María, mi hija de acá, brindando con unas cervecitas por Lavapiés después de pasear por el rastro.











Quizá salga esta tarde, otra vez, antes de mi hora, como acompañante de Ana,
ya sin sol, pero aún con luz.

Se ve desde mi ventana 2



Una (mi) urraca sobre una chimenea frente a un (mi) árbol reverdecido