Hace casi un año (parecen varias vidas), estaba yo en aquel Madrid prepandemia, precoronavirus, prenuevanormalidad. Iba a clases presenciales del máster en escritura creativa y tomaba cañas con mis amigas al salir, a veces hasta el amanecer. (Que era otra vida. De verdad.) En aquel momento, tomábamos un curso sobre periodismo y no ficción y el profe nos pidió que hiciéramos, y luego escribiéramos, un paseo. Para mí hoy, aquel paseo fue el cierre del mundo como lo conocíamos. Apenas un par de semanas después iniciarían el estado de alarma y el confinamiento. Así que compartirlo ahora implica no solo un viaje en el espacio, sino también uno en el tiempo. Casi parece que fuera a otra dimensión y que quien lo escribió hubiera dejado de existir, lo cual, en cierto modo, así es.
Pero qué bien hablas
español
Yo llegué a Madrid hace apenas cuatro
meses, así que cada paseo que doy sigue siendo una sorpresa. El más reciente lo
hice en el barrio donde vivo que, según la amiga que me acoge en su casa, está
entre Nuevos Ministerios y Plaza Castilla. Me enfilé por la Calle de Padre
Damián hacia el norte. Es un rumbo residencial, con el comercio de todos los
días. ¿Por qué, habiendo fruterías, carnicerías, panaderías, la gente va a los
supermercados?, me pregunto. Un misterio. La explicación superficial, la falta
de tiempo; en lo más profundo tengo la impresión de que tiene que ver con la
dificultad en hacer contacto personal con los demás, con una vocación por el anonimato
como trinchera personal.
Esta
zona no es especialmente bonita. Los edificios no tienen una personalidad
definida, como sucede cuando se pasea hacia el centro. Lo que sí me entusiasmó
fueron los árboles cubiertos ya de flores, proclamando la primavera, aunque sea
antes de tiempo. (Ni qué decir de la razón que lleva Greta Thunberg.) En
México, en esta época, el mundo se llena de árboles morados, las jacarandas,
con sus flores en forma de barquitos. Aquí no las hay, pero sí hay árboles más
chaparritos, de ramas más delgadas, cubiertos de flores blancas y rosas.
Encontrármelos también me quita el aliento.
Se
suponía que llegando a la Plaza de la Madre Molas, que como la mayoría de las
plazas de Madrid, no es una plaza, el Parque del Canal de Isabel II me saldría
al encuentro. Pero no lo hizo. Pensé en preguntar, pero al final decidí caminar
hasta Castellana y entrar por allá. Eso sí que lo logré. Y entonces averigüé
que, en realidad se llama Parque del Cuarto Depósito y tiene una especie de
torre (el cuarto depósito, me imagino) que se ve muy vieja, de la época de la
reina seguramente, y que destaca junto a los rascacielos esos como incompletos
de Bankia y Reália (las Torres KIO, me informa google). También anda por ahí
una especie de aguja dorada, el monumento de Plaza Castilla, que me parece
bastante sosa.
Comencé
la visita al parque por una de sus salas de exposiciones, más bien por el baño,
que resultó un sitio súper divertido porque está decorado como si alguien lo
hubiera pintado con plumón negro, con puras referencias al agua. Lo primero: un
“Eres una guapura” en el espejo, lo
cual le sube al ánimo a cualquiera. Después, en el váter, el dibujo de una nube
conminándote a despedirte del agua que estás a punto de soltar y a recordarla
cuando veas una nube. En las paredes junto a los lavabos, había un Manneken Pis
preguntándose adónde irá su agüita amarilla y ya casi saliendo del lugar, todo
un diagrama con el ciclo del agua, que me recordó a mis épocas de la secundaria.
Después
de esta lección, una visita relámpago a los dibujos y recortes de cuerpos
humanos que Rodin hacía como preparación para sus esculturas, junto a algunas
esculturas en formato pequeño también. Esta muestra es complemento de la que en
la Fundación Mapfre se exhibe sobre Rodin, claro, y Giacometti (buen material
para una reseña cultural). Lo que más me sorprendió fue el letrero a la entrada
del recinto: “la exposición contiene
imágenes que podrían no ser aptas para menores”. O sea, desnudos. Mucho
mejor que se conecten a sus celulares o a sus tabletas y no vayan a ver
semejantes guarrerías.
De ahí salí al parque
propiamente dicho.
El
Parque del Cuarto Depósito no es espectacular, como El Retiro, por ejemplo. Es
pequeño y sencillo. Muy caminable. Muy geométrico. Todas sus veredas están muy
bien marcadas y muy derechitas. Hay un cierto aire a cementerio porque está
lleno de cipreses, pero esa es una deformación de la percepción. Allí la primavera
se asoma apenas. En las flores blancas y olorosas del durillo, un arbusto que
hay por todos lados, o en los brotes blancos con bordes rojos de unos árboles
más altos que los que hallé en el camino. (Mi amiga Susana, botánica experta,
podría decirme seguramente quiénes son.
Mientras me detenía a
hacer fotos de esas flores y brotes, me abordó un hombre mayor, más de 70
seguro, quizá más hacia los 80, y me empezó a hacer plática. Mi instinto me
decía que saliera corriendo, pero me acordé que no estoy en México y decidí quedarme
y vivir la experiencia. (A plena luz del día y con vías de escape accesibles en
todo momento). A propósito de por qué unos árboles florecen antes que otros, el
susodicho me invitó a caminar con él entre los rosales aún sin rosas. Me dijo
que es profesor retirado de sociología. Le conté que yo estoy haciendo un
máster en escritura creativa. Me pidió que le contara al respecto. Hablamos de
objetividad y subjetividad. Del costo de la vida. De las diferencias entre
México y España. Rápidamente detectó, por mi forma de hablar claro, que no soy
de aquí y cuando le dije mis orígenes, exclamó: “Pero qué bien hablas español”.
Pues es lo que hablamos en México, le respondí. Y me guardé mi disertación
interna sobre el colonialismo y anexas para otra ocasión (u otro texto), aunque
algo de sorpresa con visos de indignación sí que se me despertó. Seguimos
caminado otro rato, hasta que llegó la hora de irme (tenía una cita de
trabajo). Entonces me preguntó si iba seguido al parque y me informó que él,
todos los días a esa hora (entre la 1 y las 2 de la tarde). Dijo que quizás nos
volveríamos a encontrar. Asentí. Y pensé que no nos habíamos dicho los nombres.
Y también pensé en la soledad. Antes de salir del parque, asistí el baño
comunitario de las palomas, algo que jamás había visto. Y sonreí.
De
vuelta a casa caminé por Castellana, donde había mucha gente yendo y viendo,
corriendo, fumándose un piti o comiendo algo antes de volver a la chamba (el
curro, en mexicano). Fotografié las primeras hojas verde claro de un árbol
enorme y alguna pinta en una cerca de metal. (Me encanta hacer fotos. Es una
especie de práctica de meditación.) Y al llegar al cruce de Alberto Alcocer me
quedé helada ante una visión completamente tercermundista: Un hombre haciendo
malabares frente a los autos para ganarse unas monedas. Y pensé que el primer
mundo y el tercero tienes más cosas en común de lo que parece o de lo que los
primermundistas alcanzan a ver. Pero eso ya daría para un artículo de opinión y
esto es un mero paseo.
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fragmento de esa primavera de otra vida |